sábado, 10 de diciembre de 2011

La Isabel

(Hay historias para olvidar, para el que las escribe y para el que las lee. En esta, tal vez se levante el índice del que defiende la igualdad de género o del machista; del que entiende de la psiquis, del sociólogo o del filósofo de la minuit. 
Tratarán de encontrarle la causa, el introito, el yeite. Que la soledad, las carencias, la falta de autoestima o la redonda inmadurez de la protagonista.
Nada es claro, no se esfuercen y que la decepción no los abrume. Suerte.)


La Isabel era una de esas mujeres que todo el mundo miraba con detenimiento pero que al llegar a la cara el entusiasmo se le disipaba. Para hablar claro, estaba buena hasta el cuello y del cuello para arriba dejaba bastante que desear. Parecía que el que la había dibujado, se hubiera equivocado al llegar a las facciones o quizás ignoraba eso de la proporción áurea.
Media población masculina del barrio Justicia y Libertad le hubiera dado con alevosía  - vino barato de por medio - pero ella aspiraba a más, tal vez por un ingenuo afán de superación. No la conformaban ni el Ricardo, ni el Oscar y ni siquiera el Sergio que la conocía de chiquita.

Por eso cuando instalaron el cyber a la vuelta de su casa, fue una de las primeras clientas. Su mejor amiga la Martita, le calentó la chaveta con eso de alternar con hombres por la internet, le enseñó lo básico y pronto se sintió segura para navegar sola y meterse en las salas de chat. Enloqueció olvidando quehaceres, vencimientos de facturas, horarios de cena, higiene personal, etc.
Y ahí estaba a punto de encontrarse por primera vez con un desconocido. 

Salió de su pobre sucucho apurada, cerró la puerta de chapa azul con fuerza y guardó el llavero en la cartera de símilcuero negro. No supo si fue el portazo o su forma de vestir pero el viejo de enfrente, eternamente plantificado en la vereda, la miró de arribabajo. Claro, ella no se vestía así nunca.
Hizo un cálculo grosero. Entre el colectivo hasta la estación, la espera del tren, el viaje, más otro colectivo, en apenas dos horas llegaba a la capital. Y ya le estaban doliendo los pies.
Puteó para sus adentros y caminó lo más elegante y rápido posible, relojeando su figura de perfil en cada vidriera que encontraba. No estaba mal. Blusa floreada escotada, pollera cortona, medias negras con liga y zapatos de taco alto que aprisionaban sus dedos en endemoniada tortura china.
Subió al colectivo medio de costado porque la falda le limitaba el paso.
"Hasta dónde vas" fue la pregunta atinada del chofer. "Hasta la casa de un tipo que no conozco y con el que seguro me voy a revolcar" pensó. Pero se escuchó un parco "Hasta la estación".
Tres pasajeros solitarios y las ganas de encenderse un pucho. Se fue atrás, al último asiento de la fila de uno, abrió bien la ventanilla y se prendió un Jockey nomás. El colectivero con esa costumbre de sentirse dueño y señor, la miró por el espejo y le habló con tonito represor. "No sabés leer, no?"  La Isabel para no entrar en discusión y porque la lectura no era muy lo suyo, tiró el cigarrillo con pena. "Apenas tres pitadas carajo".

Se entretuvo todo el tiempo pensando en la aventura. Sacó el esmalte de un neceser y cubrió así nomás las puntas descascaradas de las uñas. Se puso Atrix en las manos y un poco de perfume: detrás de las orejas, en las muñecas y en el medio de sus grandes pechos. Se miró en un espejito opaco, repasó el rimmel y revisó sus dientes. Era hora de pelar un chicle y mejorar el aliento. Un toque de labial rojo cereza y listo.

Odiaba la capital. Tanto barullo y la multitud que la ponía nerviosa, incómoda. Pero epa, estaba en Barrio Norte, quién te ha visto y quién te ve. Recordó a sus vecinas, tan chiruzas y pobretonas y se sintió importante caminando por Santa Fe.
Desdobló un papelito con la dirección y enfiló decidida hacia la esquina. Los pies le latían al ritmo del corazón, pero el castigo se sentía en las pisadas.
Tocó timbre en el tercero B. Un edificio de neto corte francés, de blanco impecable se erguía ante ella. Un muchacho alto le abrió la puerta y tras el saludo de rigor la hizo pasar.

Un ascensor antiguo, escaleras de mármol, barandas de hierro forjado, pasamanos de madera lustrada fue todo lo que pudo pispear en el hall de entrada. Lejos de su humildad, cerca del lujo.
Se acordó de la única vez que estuvo en un hotel, quince años atrás en Mar Chiquita y ni por casualidad se asemejaba a lo que estaba mirando.
El departamento era un palacio. Pisos de pinotea, cortinados bordó, sillones color manteca, una biblioteca con "todos los libros del mundo", pensó. Plantas, cuadros enormes y algunos objetos de adorno que ni se animó a tocar. Podría haber dicho algo interesante pero la sorpresa mezclada con su poco vocabulario sólo le permitió emitir un "Faaaa ..." casi en un suspiro.
"Querés tomar algo?" ofreció el galán. "Mmmmsé, podría ser algo con alcohol?" pidió atrevida mientras dejaba la cartera por ahí. 

Charlaron. Habló él en realidad, porque la Isabel no tenía demasiado para contar. Qué podía decirle de su vida? Que limpiaba por horas? Que cuidaba viejos con bragueta húmeda? Que tenía más deudas que alegrías? Él, con voz impostada le detalló sus viajes, su carrera de ingeniero, la estancia de los padres en Europa y mucho más que cayó en una bolsa de aburrimiento a la hora de haber llegado.
"A ver cuando vamo' a lo' papele' porque quiero sacarme los zapatos" rogó íntimamente mientras sonreía y masticaba el chicle.
Avanzó ella entonada por el Malbec en copa. O era Merlot. Cinco copas en total se había bajado. La dentadura violeta ya y el andar tambaleante.
La cuestión fue que terminaron en la cama en una contienda bastante pareja. Por suerte el tipo dejó lo caballero de lado, pero igual no fue una gran cosa. Anatómicamente breve, en su barrio cualquiera le sacaba ventaja con facilidad. En dote y en pericia.

La macana de las medias rotas, porque el idiota se las quiso sacar a lo bestia. Capaz que zurciéndolas servirían aunque sea para usar debajo de un pantalón. 
Se arregló un poco, le dijo gracias y se despidió. "Te gustó Isabel? La pasaste bien?" preguntó el lungo. "Mmmmsé, la verdad que sí. Te llamo eh, tengo tu número" pegó media vuelta y caminó rengueando - el alcohol, el baqueteo o los malditos tacos - rumbo a la parada. El cuerpo se le estaba enfriando y le dolían las piernas. "Y yo sin medias ... ta que lo tiró ..." La Martita le hubiera rezongado "Le tendrías que haber pedido que te pagara un remís, qué tonta".

Tonta.
Abrió la cartera de símilcuero negro. Extrajo un objeto de metal, pequeño y pesado. Acaso bronce. Se lo había escabullido mientras él se vestía para acompañarla. "Qué será. Y cuánto me darán"
Linda la tarde, ni una nube. "Con suerte llego a las 9 y el cyber no cerró todavía".

El viaje era largo. Y se quedó dormida.













domingo, 20 de noviembre de 2011

Silencio

"Ahora vas a saber lo que es el silencio", me dijo Pablo el guía de buceo, la vez que fui a Madryn y pagué para sentirme por un rato Jack Cousteau.
Sí, quizás sumergirme en el mar, en ese orden perfecto y natural, sea lo más aproximado a la idea de silencio y calma que conozca.

Ahora estoy en casa. Por las mañanas me encuentro sola en estos casi trescientos metros cuadrados apacibles, sin niños que corretean por ahí, ni ruidos de cocina en pleno ajetreo, ni teléfonos sonando. Ventanales abiertos, pájaros que trinan, algún perro chumbando y cada tanto autos que pasan por mi calle. No es aquel silencio de mar sereno; es otro que debiera darme, así descripto, tranquilidad. Pero no me sirve.

Camino descalza recorriendo ambiente por ambiente. Abro placares y veo todo bien. No está lo que busco.
Paso por la habitación de los chicos. Sonrío. El olor de mis hijos y los juguetes esperando por ellos, para vivir aventuras interminables que sólo ellos pueden inventar. Tampoco ahí encuentro lo que necesito.
Me detengo frente a la biblioteca. Mi mano va hacia ese estante, al medio. Inclino hacia afuera ese libro y lo libero de su encierro. El ritual de soplarlo para sacarle el polvo, sopesarlo y llevarlo a mi pecho. No sé si es un cálculo previo o magia, pero caigo en la página 90 y leo:

"... los errores son fragmentos que no encajan en conductas correctas, en valores aprendidos. Se van acumulando uno tras otro en un desván sucio y desprolijo. Miserias, deseos prohibidos, tropiezos, calvarios, estigmas que se encaraman, se entrelazan tapados apenas con excusas, disculpas o promesas de redención ..."

Caramba. Parece escrito por mí y para mí.
Cometo más errores que aciertos. En vano intento ponerles orden, abrirles juicio y pagar por ellos. Ningún silencio me ofrece calma porque son mis errores los que se empeñan en hacer ruido dentro mío. Y si resulta inútil repasarlos más aún el afán de acallarlos.
No soy la que creen. Soy la respuesta equivocada a lo que apostaron con esperanza. Una colección de fracasos que crecieron en burbujas de colores, un álbum de fotos oscuras y repetidas que me niego a quemar. Una balanza que se inclina del lado que más lástima da. Un carrousel que gira triste y vacío.
La moraleja de lo que no se debe hacer de una fábula que me leyeron mil veces.

Guardo el libro en el mismo estante y lugar. Cierro mi desván interno, sucio y desprolijo sabiendo que adentro persisitirán el desorden y el ruido. 
Tal vez exista el silencio que habrá de sosegarme. Todavía no ha llegado. Todavía no.


jueves, 10 de noviembre de 2011

Sueño rojo

                                                                                ( ... y el día veintiuno, anidarás ...)

Hubo un tiempo en que no pude medir el tiempo. Donde las palabras sonaban en mi mente,
más nunca pude pronunciarlas.
Un encierro apretado y tibio sin ventanas y sin sol.
El espacio justo para acomodarme apenas y adormecerme en un sueño rojo y ebrio.
Voces lejanas llegaban desde el otro lado, ese que no logré ver; pero ninguna me llamaba.
Y es que no tenía nombre y es que tampoco eso me inquietaba.
Era conformarme con un abrazo intenso y húmedo. Y el arrullo de mis tambores mezclado con otros más suaves, en una bella melodía sincopada.
La calma sin sobresaltos, en ese tiempo sin tiempo.


Algo sucedió.
Abrí los ojos y vislumbré mis dedos, pequeños y arrugados; los llevé a mi boca y toqué mi lengua. Un sabor amargo fue el primer anuncio. Luego me invadió un mareo, mis párpados cayeron.  Casi no escuchaba mis tambores y el dolor y la angustia se perdieron en un grito que no pude dar.

"Bujías" fue la última palabra. Y el momento llegó aún sin que yo fuera a buscarlo.


Las bujías abrieron la puerta de la calma. Alguien presionó y un cuerpito exánime y sin nombre salió a la luz blanca y fría y pasó de mano en mano. Sin emoción, sin lágrimas. Un silencio de voces, salpicado de metales y un espacio vacío de cuerpos y de almas.

Morir antes de nacer.






viernes, 4 de noviembre de 2011

Un paso más

Nos roza más de una vez. 
Parientes, vecinos, compañeros, amigos. Enfermedades, accidentes, crímenes. La muerte y sus variantes de color para llevarse a alguien.
Dicen que nadie está preparado, pero la fantasía que gira alrededor del asunto de alguna forma nos pone alerta. Algunos piensan que lo mejor sería irse durante un sueño, así "sin darse cuenta", la mayoría le teme al dolor propio, al largo sufrimiento. "A mi que me desconecten" "No quiero que me vean así".
No se puede conformar a todos. La agonía lenta castiga pero avisa al que queda. El suceso trágico e intempestivo golpea sin tiempo suficiente para pensar y ponerse en guardia. Quedamos sujetos al azar, no sabemos cuál es el destino. Qué nos va a tocar a nosotros y a los demás.
Nos enseñan que la muerte es un episodio natural. Que es un paso más de la vida. Nos muestran la plantita para que comparemos: "Ves?, germina, crece, florece y muere" como si con eso aprendiéramos a elaborar justificaciones, recursos para entender que un día de un plumerazo nos sacan del mundo. "Fulano está en aquella estrellita" y miramos el cielo tratando de medir la distancia y de imaginar qué puede estar haciendo el fulano sentado ahí.
Y que los ángeles y las arpas. Y la velita a la abuela. 

Que lo normal es que se vayan primero los padres. Pero nadie resuelve qué hacer o qué decir cuando se va un hijo. Que el vacío es incomprensible cuando parte un amigo, porque imaginamos que ese grupo de a poco se irá desintegrando y quizás el próximo sea uno mismo. Que no somos nada o que dejamos algo.
Morir. 
Cuántas veces nos dijeron "No jodas con eso" "No hables así" cuando tocamos el tema. Porque más vale no hablar de algo que desconocemos o destapar la idea de que hoy estamos, pero no para siempre. 
"No quiero velatorio. A mí que me cremen. No lloren, pongan música. No quiero flores". Y nos mandan a la mierda con una risa nerviosa y nos cambian de conversación.
Todo lo que rodea al deceso es oscuro, pesado y penoso. Desde la noticia, el llanto, el ritual de la despedida hasta cada fecha de recordatorio. Un despliegue espontáneo de escenas repetidas.  

Yo digo que la muerte no ha de ser tan mala, porque de hecho vamos todos hacia ella. 
Y que el humor que a veces le otorgo es apenas el disfraz etéreo para quitarle la impronta del miedo. Por lo menos a mi muerte. 
 
Quizás la parte más difícil es que de adultos tengamos que explicar y dar respuestas a la lógica curiosidad de un niño. Trato de ser racional, de dar fundamentos, de no dramatizar y de contestar sólo lo que preguntan. Pero termino con la angustia de figurarme sin ellos o de
suponerlos sin mí. Y ahí el humor claudica. Y deseo que sea el último interrogante para aclarar, porque no me gusta esquivar el bulto y porque una lágrima ya amaga caer.
No somos poetas. Ellos tienen en su pluma la magia de utilizar la palabra "muerte" para el final de un amor y al mismo tiempo la esperanza y el milagro de revivirlo. 

Tal vez encontremos al menos, el consuelo tonto de creer que morir es vivir en el recuerdo.










martes, 25 de octubre de 2011

Viajera

 ... no es ducho aquel que todo lo sabe, sino el que al menos una vez vivió la experiencia ...


Entre las cosas que adeudo en esta vida está la aceptación franca y abierta de algunas sentencias que recaen sobre mí.
Como sé que vienen dirigidas de gente que me conoce, voy agendando una por una y de vez en cuando las miro, sólo para darle orden al ranking de virtudes.
Malhumorada, obsesiva, omnipotente, terminante, impulsiva, rencorosa y algunos etcéteras muy adecuados a tener en cuenta para tal vez, no cruzarme nunca.
Es cierto. Son buenas observaciones. 
Reconozco que determinadas situaciones me generan un fastidio inusitado. Aquello que todavía no llegó y que no puedo precisar cómo y cuándo llegará, me fastidia. El tiempo de espera, la falta de organización, la incertidumbre.

De repente se me plantea un viaje. Lo que para muchos es maravilloso, para mí es una tortura. Alejarme de casa, dejar todo en orden, preparar el bolso y manejar sola, son cosas que preferiría no hacer, como una mudanza; pero ahí estaba, sin conseguir chofer que me lleve. Mi alma y yo.

Cuando nos toca transitar un camino nuevo, no hay mejor forma para no perderse que estudiarlo con anticipación. Dicen que el desconocimiento es el peor enemigo del viajero.
Me concentré entonces en la tarea prolija de preparar la hoja de ruta, de aprenderme los atajos, las curvas y bifurcaciones, los cruces y las rectas. Pedí explicaciones y detalles precisos a quienes ya tenían experiencia en ese recorrido y con los deseos de buena suerte, un día partí.

Planificar me hizo sentir segura. Descansé en la confianza de saberme de memoria el trayecto y manejé tranquila. Puedo jurar que estuve atenta a las señales, que no me distraje, que el día era claro e ideal para conducir, pero aún así no lo ví.

En un empalme, oculto, me esperaba acechante y traicionero. Él, el peor de todos: el miedo.
Sin darme tiempo a esquivarlo, saltó ágil encima mío, me atrapó y perdí el control.
Esgrimiendo su mejor arma - el dolor -  me sujetó con fuerza, me abrazó, me ató de pies y manos y se dispuso a lastimarme a su antojo.
Paralizada y con la mente en blanco, atiné a apretar los puños y cerrar los ojos. Sentí su aliento frío en la cara y simplemente lloré.
El miedo atenazado al dolor profundo y visceral confunde, es maula, es artero. Eterniza un instante, nos vulnera la capacidad de reacción, nos coarta la defensa, nos amordaza y ahoga el pedido de ayuda, nos hace olvidar de nuestra propia fuerza, de cualquier plan de salvación. Hasta que la misma soledad nos habla y nos dicta en un arrullo, qué hacer.

Me relajé, como un cuerpo que se da por vencido. Como aquel que se hace el muerto, para que no le sigan pegando. Como el soldado que sobrevive quieto debajo de su compañero ya caído.
Así esperé. El castigo se fue atenuando. No quise abrir los ojos, para no verle el gesto de victoria, pero percibí que me soltaba por fin.

Maltrecha, me incorporé para seguir mi itinerario, ese que me había estudiado en detalle. 
Vacilé y preferí volver a casa. Y si el miedo y el dolor me esperaban en otra trampa oscura y pérfida , sabía como enfrentarlos, porque ya los conocía.

lunes, 26 de septiembre de 2011

La reunión

Últimamente me cuesta sentarme a escribir. Será que estoy dispersa en otros asuntos.
Usted amigo lector (me encanta decir eso, lo leí en muchos libros) quizás desmerezca con acertada desilusión el contenido de este relato, pero atenta a esto, intentaré como siempre hacer caso omiso a sus deseos y proseguir.

Desde chica la imaginación ha jugado conmigo llevándome lejos, a lugares y situaciones desconocidas, de las que no vuelvo con facilidad, anclándome en ellas en una especie de mundo paralelo que sólo yo veo.
Imágenes tan intensas que me atrapan, separándome de la vida real y haciéndome perder el hilo de alguna conferencia, semáforos en verde, conversaciones teléfonicas e incluso tramas de novelas o películas.
"Te colgaste" es una de las observaciones más livianas que escucho de los que me rodean.

No hace mucho me tocó participar de una reunión en la escuela de mis hijos.
Sinceramente trato de escaparle a ese tipo de eventos porque es conocida la temática y recurrentes  los episodios de enojo, discursos vacíos y palabras que sujetas a la nada terminan llevadas por el viento.
Tampoco soy sociable, no conozco bien a los padres y no encajo en el saludo cordial y la broma de barrio. Sé que aparezco y se genera inmediatamente un silencio, algo incómodo, al que leo como "es la mamá de Fulanito, la que nunca viene".
La fauna es variada. Mamás de distinta tara, abuelas que reemplazan a madres laburantes y separadas, papás desocupados con tiempo para perder y alguno que otro que como yo, cae sin entender de qué se trata.

Alguien pretende hacerme entrar en el círculo con amabilidad lanzándome un "Tanto tiempo que no anda por acá (una vida, pienso) Ud. está más delgada no?" Inserto aquí un "Pensarás que tengo cáncer, vieja bufarrona".
Mi risorio de Santorini es parco, lo reconozco.
Busco mi celular para mirar la hora y como rogando que alguien me llame desde Japón para una urgencia. Pero mi teléfono es un inútil cuando lo necesito y lo guardo resignada.

Nos hacen pasar al aula y nos disponemos a gusto. Lógicamente se arman grupetes por esa afinidad del encuentro diario.
Cotorrean divertidos mientras busco un lugar lejano (bien lejano) desde donde observar todo con comodidad.
Algo de voluntad me queda y procuro doblegar mi aburrimiento pero es tan férreo que temo bostezar hasta hacerme reversible.

Comienza la sesión. La maestra abre el orden del día y me siento poco menos que en la ONU, a punto de tomar alguna decisión impostegable a favor de la paz mundial.
Una persona excedida en kilos (creo que una mujer, no lo pude determinar con certeza) inicia en tono airado una queja por el volumen de tarea que la docente envía, aludiendo a la edad de los niños y al cansancio que esto produce. En realidad no con estas palabras, sino con un "Mi Jonathan no hace la tarea porque Ud. manda mucho".

Los oídos me zumban. Alguien injustamente me depositó ahí, no comprendo si no mi presencia.
Le miro los zapatos a la gorda y de ahí voy subiendo en un recorrido penoso hasta su cara.
"... quiero pensar que no siempre fuiste así. Que alguna vez fuiste otra mujer, con proyectos, con belleza y que algo trágico te transformó en esto ..."

"Jonathan aparte dice que Ud. le grita" oigo apenas.

A veces pensando en sexo, imagino cuerpos hermosos en maratónicas contiendas. Movimientos casi coreográficos, pieles suaves, ambientes ideales.
"...Por eso me cuesta recrear la idea de un hombre haciéndote un hijo..."

El viaje me domina.
"... cómo se aparean los rinocerontes? Cómo se sujetan? Qué olores despiden? Cómo se mueven? Qué murmullos se escuchan? Cerrarán los ojos? Qué posiciones alternarán? ..."

No puedo detenerme.
"... de algún sitio oscuro de mi mente sale "Time" de Pink Floyd. Primero veo una pareja bella y desnuda en una danza sexual sincronizada y cautivante. No puedo dejar de mirarlos, casi los toco ..."
" ... qué música ponerle entonces a los pliegues bamboleantes y sudados de esa mujer obesa? Pintaría una escena con detalles de sábanas sucias, manchas de humedad, desorden y un perro jadeante al costado de la cama. Un cuadro bizarro que impacta mis sentidos ..."

Alguien me toca suavemente el brazo. Sospecho que me preguntaron algo que no llegué a escuchar, pero la euforia de mis pensamientos hace que mi boca emita un "Pobre tipo" perfectamente audible, desubicado y sin marcha atrás.
De nuevo el silencio, ese bache donde caen las voces. Esta vez huelo sorpresa en la sala.
De manera solidaria y adivinando el malentendido me apuntan en un susurro "Estábamos hablando del profesor de música, qué te parece a vos".

Tanto como la dignidad me lo permitió, me acomodé las gafas oscuras, me levanté con elegancia y ensayé la mejor disculpa a modo de rescate emotivo.
"Me llaman, tengo una emergencia".
El inútil de mi celular y esa costumbre de no sonar oportunamente.
Nadie lo notó. O sí. A quién le importa.






domingo, 18 de septiembre de 2011

El oriental (ya no estás más a mi lado corazón)

Dicen que las historias de amor comienzan con una mirada. Y fue así.
Yo venía de una larga historia llena de triviales aventuras, reemplazando uno por otro con una habilidad casi veleidosa, como quien usa algo sin importarle nada, ni su procedencia, ni su valor, ni sus costumbres y después se deshace sin mediar sentimientos.
Andaba necesitando llenar ese vacío en mi vida con momentos de satisfacción, plenos de confianza y entrega. Llega un instante en cada mujer en el que se percibe esa ausencia y no es tan solo una cuestión de status social.

El encuentro fue casual. Te vi. Nos vimos.
Me di cuenta enseguida de tu origen oriental (cómo no darme cuenta) : seductor, callado, preciso. Imposible no enamorarme.
El primer paso lo tuve que dar yo, reconozcamos. Apelé a mis armas occidentales de conquista, esas que tenía guardadas en algún lugar y las ofrecí sin pensarlo demasiado quizás, con tal de tenerte.
Iniciamos por fin una relación única y maravillosa.

Al comienzo entenderte fue algo dificultoso pero el entusiasmo me llevó a estudiarte con placer, dándole mérito a aquello que dice "el amor todo lo puede".
Nuestro vínculo era mágico. Me dabas exactamente lo que te pedía. Silencioso y suave en tus movimientos (ese estilo nipón encantador) me sacabas la ropa en un acto medido y controlado.
Te encendías con premura y generoso, a cambio de muy poco comenzabas tu tarea. Encandilada te dejaba hacer respetando tus tiempos, pero a veces mi ansiedad y mi urgencia te rogaban que termines pronto.

Así unidos estuvimos cuatro años. Tal vez fue cansancio, pero algo dejó de funcionar. Temo haber hecho algo fuera de lugar, más desconozco en ese caso cuál fue mi error.
De repente fuiste otro. Sin aviso previo dejaste de hacerme feliz para transformarte en una sombra inútil e inerte.
Desesperada pedí que alguien intercediera, en un claro intento por recomponer lo que ya estaba perdido. Hubiera pagado lo que pidieran por retenerte, pero fue imposible alcanzar una solución.
Una mañana nos despedimos. Te miré con tristeza, te acaricié por última vez y te dejé en una esquina.

Un carro de cartonero te llevó. A vos lavarropas japonés, con microprocesador y alarmas para cada tipo de función, con corriente envolvente de agua para no dañar la ropa y bloqueo automático.
Volveré a arreglarme sola, como tantas veces, con mis manos.

domingo, 28 de agosto de 2011

Astas de papel

Tantos borrones dejaron transparentes las hojas de su larga historia.
Porque dijo que era la última, pero sabía mejor que nadie que esa vez, también iba a caer en una bolsa rota.
Porque serán los errores que no le enseñan o quizás ella que no aprende.
Porque la tentación la deja ciega a su pasado, sorda a su conciencia y muda a los reclamos.

Le gusta anotarse en el juego, pero cierra los ojos y mueve las fichas sin mirar. Y pierde.
O ignora que ya tiene su puzzle prolijamente armado y sin embargo busca más piezas para insertar.

Como esas cosas que están destinadas a extraviarse y que se guardan en un lugar seguro (tan seguro que se olvida) ella no encuentra ni la voluntad ni la razón.

Y ya no teme.
A volcarse encima todos los males de la caja, porque después rascará el fondo rescatando alguna esperanza. La de cambiar.
Pero vuelve a resbalar en baldosas nuevas. A tropezar en otros cordones. O a subirse a un tren equivocado sin importarle el destino.

El final se instala, se acomoda en el momento justo. En ella tal vez, será sólo el agitar del trapo blanco de una tregua.
Porque la fatiga llega. La de trepar escaleras oscuras y clandestinas hacia cuartos con olor a amor furtivo, para luego bajar escalones de infinita desilusión y soledad.
El hartazgo de probar el dulce de frascos con deseos de sabores distintos y vomitar penas de la noche anterior a la mañana siguiente.
El hastío de recortar con precisión las astas de papel, que más tarde quemará en ritos de lágrimas, promesas y perdones.
Y el cansancio de esquivar con destreza el rayo por el que jura no volver a equivocarse.

Intuye que le quedan pocas chances y pocas páginas por escribir. 
Aún así, tira el dado y juega de nuevo.












miércoles, 10 de agosto de 2011

Índigo (El mundo de Felipe)

La vida es un camino con infinitos cruces y en uno de ellos, conocí a G. un niño especial para mí.
Es el menor de tres hermanos, tiene 9 años, es dulce, creativo y extremadamente solidario. El tiempo y el vínculo que establecí con él y su familia me hicieron conocer su historia, muy rica, con episodios que obligaron a consultas con profesionales. Uno de ellos, quizás el más notable, es que G. mantiene conversaciones con "personas" que nadie puede ver o escuchar. Otro es que, según sus papás, se "adelanta" a sucesos, avisando de los mismos.
Al día de hoy, desconozco el diagnóstico que harán sobre él, pero alguien cercano a su entorno sugirió que podría tratarse de un niño índigo.
Sé que la psicología y la medicina, desestiman la existencia de esta teoría y dan otras respuestas, encuadrando a estos niños en psicopatologías tales como ADD o ADHD.
Con sumo respeto, escribí esta historia inspirada en G. al que adoro y deseo lo que se le puede desear a cualquier niño: que crezca feliz.



Felipe miraba.
El sol de la mañana le bañaba la cara y el torso, le acariciaba el escote y los hombros; destellos rojizos en el pelo oscuro, el vestido azul apretado y un delantal blanco cubriendo su vientre. Una reina sin plebeyos, amasando el pan bondadoso en un palacio de paredes cubiertas de cacharros de cobre; hornallas encendidas, borbotones mágicos, aromas inolvidables.
Felipe se acercaba a su mamá tanto como podía, adivinando su pena. Indeciso entre abrazarla o conservar el encanto de observarla. Ella notaba su presencia y en un gesto apurado, secaba las lágrimas con el dorso de su mano y ensayaba una sonrisa. Imposible ocultar lo que él veía en su interior.

Felipe jugaba.
Tan pequeño, arrodillado en el patio de baldosas terracota.
Apilaba bloques de madera. Corderos encimados en una torre tambaleante, para llegar a un cielo repleto de ovejas.
O revolvía canteros, sacando malvones de raíz sin cesar, hasta que sus deditos ennegrecidos le dolían, para liberar lombrices de la oscuridad.
O daba vueltas alrededor de un árbol de alcanfor, contando los pasos, tantos como durara el canto entrecortado de un zorzal.

Felipe hablaba y escuchaba.
Con los ojos muy abiertos y casi sin pestañear, conversaba con alguien que sólo el veía. "La Yaya" decía. Una abuela que no conoció pero sin embargo describía a la perfección. Después se asomaba a la cocina y le contaba a su mamá acerca del diálogo. "A la Yaya le gusta el perfume de las violetas" "La Yaya dice que no estés triste" "Dice la Yaya que papá va a conseguir trabajo". La madre sólo asentía invadida de susto y ternura.

Felipe presentía.
Descalzo, en pijama a rayas y arrastrando un muñeco, caminaba en la noche rumbo al cuarto de sus padres. Un zamarreo suave y el velador que se encendía. "Joaquín no está bien". Joaquín, su hermano, dormía profundamente. Lo mandaban de regreso a su cama y Felipe insistía. Horas más tarde Joaco caía en la escuela, con los ojos dados vuelta y espuma en la boca. Epilepsia. Y cada vez que Felipe avisaba, Joaco se descomponía.

Los días de la familia comenzaron a llenarse de dudas. Atentos a los "anuncios" de Felipe se hundían en la angustia y la preocupación. Tampoco avanzaba en la escuela. Aunque era un niño creativo, no cumplía con las consignas, no las completaba, escribía las palabras por la mitad o directamente se negaba a hacer las tareas. 
"Raro" le decían sus compañeros. Raro por sus ojos grandes, como si no quisiera perderse ningún detalle del mundo. Raro por sus rebeldías, por sus silencios extensos. Raro por la sonrisa eterna, aún cuando le decían "raro".


A la noche de verano no le hacía falta nada. El índigo del cielo era un paño salpicado de luces. Felipe, sentado en el patio de baldosas terracota, preguntaba. "Yaya, por qué soy raro?" El susurro de las hojas del árbol de alcanfor se mezclaba con la respuesta: "será por tu sonrisa, será por tu belleza, será porque sos feliz".
















miércoles, 20 de julio de 2011

El andén

Faltaba un puñado de minutos para que el reloj sonara. No hay despertar si no se ha dormido. La alarma sólo anuncia el momento de empezar una jornada.
Conocía de memoria la noche. La ventana era una pantalla en cinemascope por donde se escapaban sus pensamientos siguiendo el derrotero de estrellas y nubes. Así hasta el amanecer.

Se puso de costado, casi a la orilla de la cama; entrecerró los ojos - para qué abrirlos - y se estiró cuán largo era. A sus espaldas una maraña de sábanas; el desorden propio de la lucha por conciliar el sueño, ese que no llegaba hacía días.
Percibió claramente el peso de un cuerpo caer con suavidad junto a sus pies. Hasta sintió el perfume de su mujer y adivinó que era ella, sentada, calzándose sus tacos.
Sonrió, "Ya me levanto, dame cinco". El silencio lo llevó a buscarla. No estaba allí.
Pensativo, se vistió con lo mismo del día anterior. No se bañó, ni se lavó la cara, ni se afeitó. Preparó su morral, revisó la carga del celular y se asomó a la cocina, bostezando y rascándose la cabeza rapada.
El beso con aliento mañanero, un par de mates lavados, una conversación vacía y ese rectángulo de luz - tanta luz - en la pared. Del otro lado, el trajín reclamaba.
La vida lo iba corriendo de fecha a los empujones. La voluntad lo había abandonado quién sabe cuándo, tal vez en el mismo instante en que lo invadió la insatisfacción.

El hábito de arrastrarse hacia el trabajo. Lo de siempre, lo necesario.
Tomó el ascensor, saludó al portero, buscó el pase para el subte, se apretujó, bajó diez minutos después, subió la escalera y cruzó la calle. Pero no llegó a destino.
Sin saber cómo, estaba sentado en un gran banco de cemento pintarrajeado de verde y graffitis de amor, en una estación de ferrocarril desconocida.
No se extrañó, no se sintió perdido y mucho menos intentó el regreso.

Observó la explanada del andén vacío y la vio aproximarse.
Con el pelo oscuro recogido, enfundada en un impermeable negro, caminó decidida hacia él sin quitarle los ojos de encima. No pidió permiso para acomodarse a su lado. 
Él, amilanado, dirigió la vista hacia las vías, sin atreverse a tanta mujer.

Bueno, viniste ... Hace rato nos debíamos un encuentro, no? 
El hombre que calla y hurga la respuesta, sin hallarla.
Cuántas veces te acordaste de mí en estos días?
- Se me ocurre que muchas ... Contestó en un susurro.
Y en estos últimos tiempos, en cuántos de tus cuentos fui la protagonista?
- No lo sé ... Se escuchó apenas. Varios?
- Sé que me mencionaste, que me soñaste despierto, que me imaginaste. O no?
- Puede ser ... pero no puedo asegurar que fuera tu cara ...
- Tengo esa habilidad, la de cambiar de rostro ... pero sabés que soy yo ... 
- Debo ser la mujer que más tiempo ocupó en tu vida ... Me equivoco?
Ahora la voz de la mujer se convertía en la gota que horada la frente inmóvil. 

- Mirame. Dijo ella mientras se ponía de pie. 
Una ráfaga la dejó desnuda y le soltó la cabellera. Como una amazona, lo montó y lo obligó a mirarla sujetándole la cabeza con las manos, suaves y frías.
Vas a venir conmigo.
La orden le palpitó en las sienes. Lo envolvía un mareo perturbador.
Su mente era una mesa servida esperando que ella tirara de la punta del mantel.
Dulce y agresiva, enroscó sus piernas a las de él. Liberarse era difícil. Tampoco quería tocarla; significaba entregarse y precipitar el comienzo del fin.

Vas a venir conmigo. Repitió.
La campana de la barrera cortó el aire y los cuerpos se separaron.
Él se incorporó y caminó unos pasos. El tren se acercaba. Un poco más y pisaba la línea amarilla de precaución.
Necesitás ayuda o podés solo?
Se arrimaba peligrosamente. La punta del zapato se balanceaba entre el vacío y el borde.
-Vamos ... Ella lo animaba con una fuerza irresistible.

El conductor intuyó la tragedia. La bocina resonó en un intento desesperado por hacerlo cambiar de idea.
La cadena de vagones se detuvo. Una puerta se abrió a tiempo para que él ingresara. Cobijado entre la gente, la buscó en el andén pero ya no estaba. El alivio de la huida era más valioso que ignorar el rumbo. Alguien lo codeó con delicadeza y le murmuró al oído como una caricia :
Nos vamos a volver a ver.






domingo, 17 de julio de 2011

Twitter, arroba y el perro

Caímos en la red, nos atraparon. La de los hilos trenzados de mensajes breves de 140 caracteres.
Nos calzamos un personaje, jugamos a mezclar realidades y ficciones. Somos blasfemos, cínicos, tiernos, nostálgicos, compulsivos, soberbios, románticos, originales, recurrentes. Le ponemos la impronta, la cadencia, el matiz, el jugo ácido o dulce. El misterio de ocultarnos, de mostrar sólo una hilacha y de que averigüen o no, el resto.
El vértigo que mezcla y amontona; frases propias, o plagiadas y aggiornadas o robadas descaradamente sin disfraz. Pasajes de la vida más miserable, contados con humor, definiciones de sabios ignotos, contradicciones, analogías. Declaraciones de amor y de guerra. Anzuelos atractivos. Reflexiones en las sombras.
Mensajes lanzados sin destinatario desde el silencio al aire, como una bengala, con el anhelo único de que alguien se haga cargo, despierte y de cualquier forma, se conmueva.
Somos náufragos, metiendo líneas en botellas despojadas de etiqueta, de arrobas, esperando que las encuentren y les coloquen voz, tono y sentido, antes de que un remolino despiadado las hunda en el olvido.
En alguna parte, ojos que devanan, que desenredan, que buscan el guiño, la señal, el instante para atrapar la magia.
Somos una multitud de seres perdidos, abandonados. Aguardando que suelten el perro que nos rescate, nos olfatee, corra hacia nosotros y nos lama el rostro.
Sigamos apretando ideas solitarias en un muro efímero, verdades irrefutables, confesiones de culpas, estrategias de amor, manifestaciones de saber, discursos armados, recetas para aprendices.
O aceptemos nuestras soledades, quizás decidan encontrarse un día, del lado de afuera.

viernes, 15 de julio de 2011

Graffiti

Escribo en la pared donde no vas a detenerte nunca. Palabras de amor vacías, ilusiones disfrazadas y esperas vanas. Detalles que no olvido: miradas sostenidas, la mano que nos dimos quién sabe cuánto tiempo, el rumbo que tomamos, el lugar que fue nuestro y furtivo, la historia pequeña con un final pactado.
Pedazos de alegría prestada por un rato y la pena de no habernos encontrado antes.
Mentirnos un poco, total la vida nos despabila a la mañana y buscarnos para colorear el gris que ganamos por sorteo.
Tal vez un dibujo ingrato oculte este mensaje, o lo borre la lluvia o alguien se lo quede. No importa, una tinta indeleble, oscura de tristeza se ocupó de grabarlo en mi.

miércoles, 6 de julio de 2011

Si me quieren sacar buena

El reloj impasible camina siempre al mismo ritmo. El día arranca y se nos viene encima con la rutina gris y nos tendemos la trampa del apuro para alcanzar la meta: otro día igual, pero mañana.

Vivimos apurados.
Apuramos un parto con oxitocina. Apuramos la niñez, la adolescencia. Si somos padres, queremos verlos grandes; si somos chicos, queremos irnos de casa. Apurados.

Nos apuramos por salir y por llegar. Adonde sea.
Si manejamos, la autopista. Si es en tren, el rápido. Si podemos, el avión. Si es en colectivo, putearemos cada semáforo. Apurados.

Nos apura el trabajo, los llamados, los mails, las órdenes. Nos apura la escuela, la facultad. Queremos recibirnos, terminar la carrera.

Comemos apurados, tragamos. Porque tenemos que seguir haciendo. Y llegar a la noche y cumplir y enterarnos de lo que pasó en la casa y cocinar y lavar y ordenar. Y estamos apurados por ir a dormir.

Nos apuramos en opinar, en emitir juicios, en diagnosticar. Buscamos soluciones apurados.

Hablamos apurados. Compramos, vendemos. Escribimos. Oímos y no escuchamos. Nos adelantamos a los hechos. Apurados.
Elegimos con apuro y nos casamos. Y vienen discusiones que desatan separaciones apuradas. O nos engañamos y surge el perdón, apurado.

Todo nos apura: el baño, la calle, el frío, la lluvia, el calor, los extraños, la familia, el vecino, el jefe, los hijos, la maestra, el estudio, la vida.

Apurados maltratamos, malpensamos, malqueremos, malogramos, malherimos, malhablamos, malaprendemos, maldecidimos, malopinamos, malinterpretamos, malinformamos, malcomemos, maldormimos, malgastamos, nos malcasamos y nos malacostumbramos.

Maldecimos. Porque apurarnos nos hace equivocar.

Por eso esta noche, cuando estemos solos, dejame que me olvide del reloj  y que vaya bien bien despacio. 




sábado, 2 de julio de 2011

En blanco

Hablábamos todos a la vez. Podría asegurar que lo que cada uno decía, nadie lo escuchaba. La mezcla de voces armaba un solo bloque monocorde sin pausas y parecía no tener fin. Hasta que la puerta se abrió de golpe y entraron juntos: él: impecable, supremo y temible; avanzó hacia el escritorio y apoyó sus cosas. Lo acompañaba un silencio conmovedor que instantáneamente se acomodó en el aire.
La sentencia fue corta: "Saquen una hoja".

Nos miramos sin atrevernos a cuestionar la falta de aviso y nos masticamos la protesta, saboreando el amargo presentimiento del aplazo.

El blanco de la hoja aterra cuando se impone llenarlo. La mirada puede morir buscando un punto donde caer, pero el blanco está desierto de puntos.
En un lugar insondable y oscuro están las palabras, pero en ese instante se niegan a la luz y si es vano el intento de hallarlas, imposible el de unirlas con sentido.

El blanco atrapa. La angustia creciente del tiempo que corre y no perdona; la lucha heroica de rescatar el ingenio confinado en algún recoveco carcelero de la mente.

El blanco maltrata. Disuelve cualquier recuerdo que surja, opaca la memoria y nubla la vista, al extremo de fundirla con el mismo blanco.

El blanco aliena. Uno cree ver reflejado su propio rostro sin expresión alguna, ni siquiera de duda. Uno espera que un ejército de letras asome por los márgenes y avance ordenado, formando algo digno de leer.
Ese rectángulo cruel se transforma en un agujero donde pretendemos meter el brazo entero y hurgar hasta que los dedos encuentren algo. Y no hay nada.

El blanco bloquea, anula, impide plasmar. Asusta, coarta, descalifica cualquier atisbo de improvisación.
Escribir bajo mandato, aprisiona el deseo de hacerlo.

Él se detuvo a mi lado, sacándome del letargo. Extendió su mano y me pidió la hoja. Se la entregué como quien se desprende de sus armas en una batalla y se da por vencido. Pero antes le dediqué una mueca desafiante, la del que pierde pero quiere pronta revancha.

Cuando se dispuso a corregir, se encontró con este texto. Él, mi profesor de Literatura, acostumbrado a mis rebeldías, terminó por aprobarlo.

lunes, 27 de junio de 2011

viernes, 24 de junio de 2011

La carga

El sol de diciembre y la carga la hacían sudar dejándole la cara como perlada de rocío.
Subió lentamente la escalera y traspasó el portón de hierro forjado. Sensación de entrar a otro mundo; el de los silencios apenas manchados por algún llanto ahogado, un trinar o el suave murmullo de los árboles.
Atravesó el patio frontal y el sector de bóvedas ricachonas. El paisaje cambiaba abruptamente al llegar a las manzanas: un inmenso campo sembrado de cruces adornadas con rosarios, mármoles partidos, césped y tierra. Y más tierra.

Desplegó su silla de lona, sacó la radio portátil y preparó el mate.
- Si no vengo yo, no viene nadie .... Tus parientes, menos. Es pedirle peras al olmo.

Empezó a arrancar yuyitos secos y largos.
- Estuve pensando toda la semana ... Sabés que me dejaste en la ruina no? Tengo más deudas que amigos ahora .... Me cayó el tipo que te vendía la bebida ... Le dije que vos te moriste, pero no hubo caso. Me dejó la factura ... Vos sos conciente  que tengo que pagar tus vicios? ... No, qué te vas a dar cuenta.

Le pasó un trapo con Blem a la lápida.
- No sé cómo me casé con vos. Tu hermano me arrastró el ala siempre. Años. Pero no. La boluda estaba encaprichada. Todos me decían que tu hermano era mejor tipo. Todos. Más laburador, más lindo ... Los hijos me hubieran salido más inteligentes, eso ponele la firma... Qué te vi. Qué.

Tiró el agua sucia del florero y fue a enjuagarlo.
- Para las cosas de la casa no te extraño, la verdad. Porque ni un enchufe sabías arreglar. Te acordás la persiana? Hace tres años que se rompió. Estiraste la pata y ahí está todavía, con la soga hecha un nudo.
... Bueno, los asados únicamente. Sí, eso sí. Eso te salía bien. Lo que es justo es justo.

Acomodó los gladiolos nuevos.
- Cómo te gustaba joderme eh ... Ensuciabas el baño apenas terminaba de lavarlo. Si hay algo que me revienta es que usen el baño cuando está impecable ... Vos sabías eso ... Y las porquerías del galpón que guardabas y que te dije mil veces que tiraras. Te informo, tiré todo. Decir y hacer.

Tomó un mate y subió el volumen de la radio.
- No hablemos de la cama ... Bueno para hacerme hijos. Porque todo rapidito y me dejabas con las ganas .... Ah, me enteré lo de mi hermana. Si, ya lo sé. Tuviste el tupé de voltearte a MI hermana en navidad. Mirá que yo no soy idiota eh. Me daba cuenta que le mirabas el traste. No tiene goyete, MI hermana, sinvergüenza.

Otro mate, antes le cambió un poco la yerba.
- Yo, que te di mi juventud, que largué la carrera de maestra. Yo que te cuidé, que te esperaba con la comida, que te lavaba la ropa. Yo. Decime, qué te hice? Por qué te viniste a morir y me dejaste sola como un perro?

Empezó a levantar campamento.
- Te tengo que decir algo. Me lo iba a guardar, pero creo que por todas las que me hiciste, te merecés el puñal.
...........
- El Jorgito, el último, no es tuyo. Es del vecino.
Un crujido se escuchó claramente bajo tierra.
- Ja, esa te dolió, no? Bueno, jodete. Ojo por ojo.

Sacó las monedas para el colectivo.
- Te aviso que el domingo que viene vengo con mamá.

Otro crujido, más fuerte.
- Que te tengo podrido. Si, ya lo sabía. No esperaba otra cosa de vos. Cuidadito con lo que decís, mirá que compro claveles de plástico y no vengo más.

La mujer se alejó con su carga.
Sepultó, pero no a sus viejos resentimientos.
Dejó flores, pero no a sus años perdidos.
Desyuyó, pero no a su alma de reproches.
Limpió, pero no a su conciencia salpicada.
Emprolijó, pero no a sus penas guardadas.
Necesitaba sacarse la cruz de sus recuerdos. Y con suerte, resucitar de sus fracasos.
Y vivir, eso también.