martes, 25 de octubre de 2011

Viajera

 ... no es ducho aquel que todo lo sabe, sino el que al menos una vez vivió la experiencia ...


Entre las cosas que adeudo en esta vida está la aceptación franca y abierta de algunas sentencias que recaen sobre mí.
Como sé que vienen dirigidas de gente que me conoce, voy agendando una por una y de vez en cuando las miro, sólo para darle orden al ranking de virtudes.
Malhumorada, obsesiva, omnipotente, terminante, impulsiva, rencorosa y algunos etcéteras muy adecuados a tener en cuenta para tal vez, no cruzarme nunca.
Es cierto. Son buenas observaciones. 
Reconozco que determinadas situaciones me generan un fastidio inusitado. Aquello que todavía no llegó y que no puedo precisar cómo y cuándo llegará, me fastidia. El tiempo de espera, la falta de organización, la incertidumbre.

De repente se me plantea un viaje. Lo que para muchos es maravilloso, para mí es una tortura. Alejarme de casa, dejar todo en orden, preparar el bolso y manejar sola, son cosas que preferiría no hacer, como una mudanza; pero ahí estaba, sin conseguir chofer que me lleve. Mi alma y yo.

Cuando nos toca transitar un camino nuevo, no hay mejor forma para no perderse que estudiarlo con anticipación. Dicen que el desconocimiento es el peor enemigo del viajero.
Me concentré entonces en la tarea prolija de preparar la hoja de ruta, de aprenderme los atajos, las curvas y bifurcaciones, los cruces y las rectas. Pedí explicaciones y detalles precisos a quienes ya tenían experiencia en ese recorrido y con los deseos de buena suerte, un día partí.

Planificar me hizo sentir segura. Descansé en la confianza de saberme de memoria el trayecto y manejé tranquila. Puedo jurar que estuve atenta a las señales, que no me distraje, que el día era claro e ideal para conducir, pero aún así no lo ví.

En un empalme, oculto, me esperaba acechante y traicionero. Él, el peor de todos: el miedo.
Sin darme tiempo a esquivarlo, saltó ágil encima mío, me atrapó y perdí el control.
Esgrimiendo su mejor arma - el dolor -  me sujetó con fuerza, me abrazó, me ató de pies y manos y se dispuso a lastimarme a su antojo.
Paralizada y con la mente en blanco, atiné a apretar los puños y cerrar los ojos. Sentí su aliento frío en la cara y simplemente lloré.
El miedo atenazado al dolor profundo y visceral confunde, es maula, es artero. Eterniza un instante, nos vulnera la capacidad de reacción, nos coarta la defensa, nos amordaza y ahoga el pedido de ayuda, nos hace olvidar de nuestra propia fuerza, de cualquier plan de salvación. Hasta que la misma soledad nos habla y nos dicta en un arrullo, qué hacer.

Me relajé, como un cuerpo que se da por vencido. Como aquel que se hace el muerto, para que no le sigan pegando. Como el soldado que sobrevive quieto debajo de su compañero ya caído.
Así esperé. El castigo se fue atenuando. No quise abrir los ojos, para no verle el gesto de victoria, pero percibí que me soltaba por fin.

Maltrecha, me incorporé para seguir mi itinerario, ese que me había estudiado en detalle. 
Vacilé y preferí volver a casa. Y si el miedo y el dolor me esperaban en otra trampa oscura y pérfida , sabía como enfrentarlos, porque ya los conocía.