viernes, 6 de julio de 2012

Ana

A las palabras no se las lleva el viento. Las ordena, las arremolina, las hace silencio, pero no se las lleva. Ojalá se las llevara.

Ana tiene en su espalda un dragón rojo. Debe ser hermoso abrazarla, y sentir un dragón en llamas, terso como la misma seda. Ella encuentra tristeza en la cama fría, en el lado del placard que quedó vacío, en la persiana rota, en la cocina desierta, en el rimmel corrido que le surca la cara, en las líneas que aspira.


El último lugar para guardar el dolor, es la mirada.

Ana se mira en un espejo sucio: el pelo mustio, el cigarrillo colgándole de los labios. 
Lagrimea. La mejilla se le alborota en suaves y casi imperceptibles latidos y amaga limpiar el reflejo, para borrar su cara y su tristeza. No sabe qué le duele más, si haber terminado o la soledad que ya le come los pies.

Los fracasos no se festejan. 

Ana cierra los ojos para mirar por dentro. Hay tan poco ahora. Cuando uno olvida, el otro recuerda. Y ya no hay dos para juntar los trozos de bronca y amor acumulados por años,  que pujan por salir en desorden, buscando luz en el intento inútil de aliviar el ahogo.

El dolor es una serpiente que se enrosca en el pecho y te mira a los ojos.


Ana no vuelve más. Se fue de viaje con su dragón de fuego, con la nariz sangrando y la boca con gusto a remedio. Se sintió liviana y vió colores de los que no hay y luces de las que no lastiman y olores nuevos. Sintió el abrazo tibio, que llegó tarde. 


Tarde, los dragones vuelan rápido y alto.