domingo, 28 de agosto de 2011

Astas de papel

Tantos borrones dejaron transparentes las hojas de su larga historia.
Porque dijo que era la última, pero sabía mejor que nadie que esa vez, también iba a caer en una bolsa rota.
Porque serán los errores que no le enseñan o quizás ella que no aprende.
Porque la tentación la deja ciega a su pasado, sorda a su conciencia y muda a los reclamos.

Le gusta anotarse en el juego, pero cierra los ojos y mueve las fichas sin mirar. Y pierde.
O ignora que ya tiene su puzzle prolijamente armado y sin embargo busca más piezas para insertar.

Como esas cosas que están destinadas a extraviarse y que se guardan en un lugar seguro (tan seguro que se olvida) ella no encuentra ni la voluntad ni la razón.

Y ya no teme.
A volcarse encima todos los males de la caja, porque después rascará el fondo rescatando alguna esperanza. La de cambiar.
Pero vuelve a resbalar en baldosas nuevas. A tropezar en otros cordones. O a subirse a un tren equivocado sin importarle el destino.

El final se instala, se acomoda en el momento justo. En ella tal vez, será sólo el agitar del trapo blanco de una tregua.
Porque la fatiga llega. La de trepar escaleras oscuras y clandestinas hacia cuartos con olor a amor furtivo, para luego bajar escalones de infinita desilusión y soledad.
El hartazgo de probar el dulce de frascos con deseos de sabores distintos y vomitar penas de la noche anterior a la mañana siguiente.
El hastío de recortar con precisión las astas de papel, que más tarde quemará en ritos de lágrimas, promesas y perdones.
Y el cansancio de esquivar con destreza el rayo por el que jura no volver a equivocarse.

Intuye que le quedan pocas chances y pocas páginas por escribir. 
Aún así, tira el dado y juega de nuevo.












miércoles, 10 de agosto de 2011

Índigo (El mundo de Felipe)

La vida es un camino con infinitos cruces y en uno de ellos, conocí a G. un niño especial para mí.
Es el menor de tres hermanos, tiene 9 años, es dulce, creativo y extremadamente solidario. El tiempo y el vínculo que establecí con él y su familia me hicieron conocer su historia, muy rica, con episodios que obligaron a consultas con profesionales. Uno de ellos, quizás el más notable, es que G. mantiene conversaciones con "personas" que nadie puede ver o escuchar. Otro es que, según sus papás, se "adelanta" a sucesos, avisando de los mismos.
Al día de hoy, desconozco el diagnóstico que harán sobre él, pero alguien cercano a su entorno sugirió que podría tratarse de un niño índigo.
Sé que la psicología y la medicina, desestiman la existencia de esta teoría y dan otras respuestas, encuadrando a estos niños en psicopatologías tales como ADD o ADHD.
Con sumo respeto, escribí esta historia inspirada en G. al que adoro y deseo lo que se le puede desear a cualquier niño: que crezca feliz.



Felipe miraba.
El sol de la mañana le bañaba la cara y el torso, le acariciaba el escote y los hombros; destellos rojizos en el pelo oscuro, el vestido azul apretado y un delantal blanco cubriendo su vientre. Una reina sin plebeyos, amasando el pan bondadoso en un palacio de paredes cubiertas de cacharros de cobre; hornallas encendidas, borbotones mágicos, aromas inolvidables.
Felipe se acercaba a su mamá tanto como podía, adivinando su pena. Indeciso entre abrazarla o conservar el encanto de observarla. Ella notaba su presencia y en un gesto apurado, secaba las lágrimas con el dorso de su mano y ensayaba una sonrisa. Imposible ocultar lo que él veía en su interior.

Felipe jugaba.
Tan pequeño, arrodillado en el patio de baldosas terracota.
Apilaba bloques de madera. Corderos encimados en una torre tambaleante, para llegar a un cielo repleto de ovejas.
O revolvía canteros, sacando malvones de raíz sin cesar, hasta que sus deditos ennegrecidos le dolían, para liberar lombrices de la oscuridad.
O daba vueltas alrededor de un árbol de alcanfor, contando los pasos, tantos como durara el canto entrecortado de un zorzal.

Felipe hablaba y escuchaba.
Con los ojos muy abiertos y casi sin pestañear, conversaba con alguien que sólo el veía. "La Yaya" decía. Una abuela que no conoció pero sin embargo describía a la perfección. Después se asomaba a la cocina y le contaba a su mamá acerca del diálogo. "A la Yaya le gusta el perfume de las violetas" "La Yaya dice que no estés triste" "Dice la Yaya que papá va a conseguir trabajo". La madre sólo asentía invadida de susto y ternura.

Felipe presentía.
Descalzo, en pijama a rayas y arrastrando un muñeco, caminaba en la noche rumbo al cuarto de sus padres. Un zamarreo suave y el velador que se encendía. "Joaquín no está bien". Joaquín, su hermano, dormía profundamente. Lo mandaban de regreso a su cama y Felipe insistía. Horas más tarde Joaco caía en la escuela, con los ojos dados vuelta y espuma en la boca. Epilepsia. Y cada vez que Felipe avisaba, Joaco se descomponía.

Los días de la familia comenzaron a llenarse de dudas. Atentos a los "anuncios" de Felipe se hundían en la angustia y la preocupación. Tampoco avanzaba en la escuela. Aunque era un niño creativo, no cumplía con las consignas, no las completaba, escribía las palabras por la mitad o directamente se negaba a hacer las tareas. 
"Raro" le decían sus compañeros. Raro por sus ojos grandes, como si no quisiera perderse ningún detalle del mundo. Raro por sus rebeldías, por sus silencios extensos. Raro por la sonrisa eterna, aún cuando le decían "raro".


A la noche de verano no le hacía falta nada. El índigo del cielo era un paño salpicado de luces. Felipe, sentado en el patio de baldosas terracota, preguntaba. "Yaya, por qué soy raro?" El susurro de las hojas del árbol de alcanfor se mezclaba con la respuesta: "será por tu sonrisa, será por tu belleza, será porque sos feliz".