martes, 29 de marzo de 2016

Callemos una vez.

Una mañana cualquiera, de un día cualquiera. El microcentro no tiene gente transitando, tiene máscaras. Todo parece igual. Caminar, rozarse, llevarse por delante. Risas, gritos, gestos, celulares, apurones, zapatos lustrados, transpiración, carteras, motos. Si pasás al lado mío, no me doy cuenta, te juro.

Un tipo sale de algún lugar con un maletín con guita. Dos motochorros lo marcan. Lo de siempre. Pero un aire de tragedia se instala y la historia cambia.
El tipo saca un arma y dispara. Y mata a uno.

Inmediatamente el hecho repercute en las redes sociales. La horda de comentaristas babeantes festeja la muerte y aplaude al tipo que , dato al margen, es abogado. "Mató un chorro, qué suerte".

Está bien, yo lo aplaudo.
Lo bien que hizo.
Yo hubiera hecho lo mismo.

Un río de sangre feliz se sale de cauce. La gente festeja, señores! Festeja.

La información es veloz, tan veloz y tan cambiante. Tan ultrajante, tan avasalladora.

El abogado justiciero no era cualquier abogado. Era un abogado metido en causas judiciales. Se habla de mesas de dinero. Se habla del triple crimen de Gral. Rodriguez. Se habla.

El chorro no era chorro. Porque todo es tan volátil. Recién era chorro. Ahora no. Qué pena.
Era un laburante. Uno que tuvo la mala fortuna de caminar justo delante de la muerte. Un tipo como vos o como yo. O como tu hijo, tu cuñado, tu hermano, tu viejo, tu novia, tu primo, tu mujer.
Pero la gente festejó hace unos minutos su muerte. 

Vaya a saber por qué, pero los comentaristas babeantes de redes sociales callan su sed de justicia por mano propia y dan paso a otra horda de opinadores seriales. Los que se tapan la boca, los que se agarran la cabeza, los que dan un pésame que no sirve de nada, los que vienen a limpiar un poco la sangre.

Da lo mismo. La cuestión es apurarse y opinar. Y ponerse del lado de alguien. No importa cómo. Hay que correr a la par de la información. Y del muerto que se ocupe la familia. Ya está.

Hay que opinar, sacar a pasear la moral, los deseos populares, la bronca, las ganas de matar a todos y si en el medio se muere un inocente y bueno, será una desgracia, una fatalidad, un infortunio.

Yo quiero silencio ante una muerte así. Necesito pensar que ese tipo no merecía ese final. Necesito pensar que tenía planes, hijos, gente que lo amaba. Que si tal vez pasaba por otra calle, o si se paraba en una vidriera, la muerte ni se fijaba en él. Necesito que lo limpien de todas las opiniones estúpidas que le cayeron encima aún antes de que su cuerpo se enfriara. Necesito ponerme en su lugar y sentir el horror que debe haber sentido antes de cerrar los ojos para siempre. 

Callemos. Necesito pensar.

miércoles, 16 de septiembre de 2015

Cronómetro

Aprendí a cronometrar mis mañanas para salir puntual de casa hacia el trabajo.
Despertador a las 6.30 con dos alarmas posteriores para remolonear. El baño tiene que estar desocupado a las 6.55. No más. Entre pitos, flautas, desodorante, maquillaje y café debo estar saliendo a las 7.20
Dejo mi ropa sobre un sillón, doblada. Mi cartera colgada en una silla. Mis documentos, billetera, tarjeta de viaje, identificación del trabajo, llaves y celular sobre la mesa. Necesito ver para saber que no olvido.
Llego a la parada del colectivo a las 7.35. La línea que tomo es bastante puntual y viajo con el mismo chofer y las mismas caras de sueño y resignación.
Me dirijo al fondo porque sé que el señor de maletín ajado y campera azul se baja apenas pasamos la General Paz; entonces me acomodo en "mi" asiento.
Como a las 8.07 sube él. Le avisa al colectivero su destino para que le cobre la tarifa correcta, como si el colectivero no lo conociera y no supiera dónde se baja.
A las 8.12 se arrima al fondo y me mira. Ya no me pongo nerviosa como antes. Aunque un poco me transpiran las manos. A las 8.21 llegamos a Agronomía. No me canso de mirarle el perfil. Tiene una nariz que no es perfecta, más bien es una flor de nariz. Hoy no se afeitó, eso es algo que me seduce. Le suena el celular a las 8.22. Tantea en el pantalón.  Lo encuentra, contesta. Le escucho la voz. No tiene una voz muy viril. Diría que un poco aflautada. Se hace un hueco de silencio y puedo escuchar que arregla una cita con alguien.
Le miro las manos. Tiene unas manos bastante delgadas, con dedos como pequeñas pinzas, un poco temblorosas. No son manos de hombre, diría mi madre. 
No se viste bien. No sabe combinar los colores. Tampoco parece importarle. Pienso que eso es por lo menos interesante: un tipo que no se anda fijando en frivolidades como la ropa.
Se ríe. Con una velocidad que me sorprende de mí misma puedo observar dentro de su boca y con cierta decepción noto que le faltan varias muelas. Bueno, tal vez es alguien muy ocupado y no tiene mucho tiempo para concertar un turno con el odontólogo. No es grave, se puede resolver.
Le miro los zapatos a las 8.29. Calzará un 43 o 44. Luce unos acordonados marrones, gastados, haciendo juego con el resto del vestuario. Entiendo que los zapatos cuando son viejos son cómodos y trato de imaginar que su empleo lo debe mantener todo el día de pie, por lo cual un calzado cómodo es fundamental. 
Me mira a los ojos a las 8.36. Lo miro por encima de mis gafas de sol. Tiene unos ojos muy bonitos, color ámbar. Justo ahora pongo atención y me parece que su ojo derecho es un poco desviado. Creo que se da cuenta que me di cuenta. No quiero incomodarlo así que miro precipitadamente por la ventanilla.
Se desocupa el asiento a mi derecha a las 8.41 y se sienta. Debo reconocer que el corazón acaba de amotinarse en mi pecho.
Su pierna izquierda rápidamente roza mi pierna derecha. Tanta proximidad me perturba. Respiro profundo y siento un ligero olor a transpiración que no tiene otro origen más que su axila. Bueno, tal vez no tuvo tiempo de bañarse. Le pasa a cualquiera.
Son las 8.44 y estoy cerca de mi destino. Le pido permiso para pasar y ensayo una sonrisa. De nada sirve, él duerme ahora con la boca abierta y babeante.

Qué le vi y en qué minuto exacto, me pregunto. Y toco timbre para bajar.

viernes, 14 de febrero de 2014

Amor por horas (El puente)

 .... Amar por horas no está mal. Son amores que nunca se rompen, que quedan en un capullo sin llegar a salir. Son actos de bondad, de sumisión ....


Augusto.

Pobre Augusto. Le llegué a su vida en plena revolución. Se iba del país y le había propuesto casamiento a su novia. Estaba taciturno. Entre la revancha hacia su padre, que lo consideraba un inútil y la necesidad de huir de angustias infantiles. Volaba de trámites, pasaporte, valijas, mudanza. Llamaba a la novia - Elisa -  para decirle que todo iba a estar bien. Porque yo le decía que todo iba a estar bien y él se lo transmitía.
Augusto me abrazaba en la cama, tanto y tan fuerte que dolía. Lloraba en mi hombro. Yo le acariciaba su pelo, suave y rubio. Y cuando se vestía, en silencio, miraba hacia abajo y negaba con la cabeza, como sacudiendo el error. Me quiso a su manera. O me necesitó, no lo sé.


Gabriel.


Oh Gabriel.  Se fue arrimando despacio con alguna excusa. Tenía una tristeza infinita, de esas que cambian todos los días, que se instala hoy en la mirada, mañana en el cuerpo.
Lo llevé a casa de la mano, como a un chico. Lo escuché todo lo que pude, porque me abrumaba de pena. Tenía un secreto muy grande, algo que sólo sabía su madre, su mujer y yo. Tan pesado era lo que guardaba que creo que me metió en su vida para que alguien más cargara con su tragedia. Nunca nos tocamos, porque no pudimos o porque tal vez no hizo falta. 


Ezequiel.


Un metro noventa de niño. Esa edad en que son varones, no son hombres. Agrandado de ir a la cocina a buscar alcohol, destapar la botella y no tomar. Agrandado de abrir una caja de preservativos enorme y llena. Agrandado y sin saber qué hacer. Estudiante brillante, nene de papá y mamá. A veces me pregunto por qué precisó insertarme en sus días. Para crecer, nada más.



Damián.


Vivía solo. Pero de esas soledades engañosas. Un hombre de 30 años en un departamento con sus padres viviendo enfrente. Su casa tenía perfume a madre. La cama bien hecha, la cocina limpia. El baño ordenado. El acto de correr las cortinas para tapar las visitas y un gato como único testigo. Damián me contaba todo lo que sabía hacer. Era artista, redactor, músico y deportista. Cosas que nunca llegué a comprobar, de las que no dudaba pero que me dejaron pensando que necesitaba decírmelas. Vaya a saber para qué. 
Un hombre que quiere decir lo que es, antes de amar "Soy esto, después nos acostaremos".
Por qué nos encontramos? Porque él quería decirme que su madre estaba presente en todo.




Ulises.


Ulises era una mezcla de hombres acobardados  metidos en uno solo. Era el bohemio, el músico, el creativo, el padre, el ex, el futuro de otra, el que debía plata, el que no tenía donde vivir, el que no me esperaba con nada, salvo la mugre de una pieza, el que hacía changas, el que no sabía si vender el auto o buscarse un trabajo en serio, el que cargaba con la enfermedad de su madre. Se acostaba conmigo y cerraba los ojos, como para olvidarse de mí o del mundo. De todas maneras, nunca se lo reproché. Creo que nunca supe qué es un reproche.
Por qué nos juntó la vida? Porque en su naufragio yo era una balsa. Y aún conmigo no iba a salvarse.





Hombres que pasaron, dolidos, rotos, con secretos, con tristezas. 
Y yo, el puente.










viernes, 25 de octubre de 2013

Noche puta

La noche puta
se llevó tu estrella.
Se engalanó de sombras,
se fue con otro.
La viste pasar,
dejó su huella.
Y te quedaste
con los sueños rotos.

Mordela en el recuerdo,
furiosa y bella.
Con las manos vacías,
poco a poco.
Y no te guardes nada,
aunque no la tengas.
Los mejores amantes 
son los locos.

Y si vuelve algún día,
sin ser ella;
sin su cuerpo, sin su piel,
sin su voz tampoco;
que la memoria te confunda
y mientras
amala a oscuras,
sin la luz del foco.

miércoles, 3 de julio de 2013

Augurio

Cuando era chica, sabía que me iba a morir. Sí, ya sé. Todos sabemos que nos vamos a morir. Pero yo sabía cuándo. Tenía un augurio en la cabeza que me miraba, como una marca de nacimiento, quieto, y me decía "te vas a morir a los 32 años".
Nunca se lo confesé a nadie. Mientras, la niñez se me escapó de la vida, entre bancos de escuela y veranos mustios y cada tanto, no siempre, me aparecía esa señal. No me asustaba. Me quedaba un rato suspendida en el pensamiento, hasta que alguien me sacaba de ese instante.
"32 años".
Viví con una sensación de apuro hasta los 30, como queriendo llegar a ese turno pedido con mucha anticipación y a partir de ahí, comencé a fabricar el luto de mi propia muerte. Me volví una sombra pequeña y silenciosa.
Pensaba en después. En el después. Como si la muerte tuviera intención de llevarme lúcida. Necesitaba saber qué era morir. Cómo era el pasaje. Me imaginaba un momento igual al que transcurre entre la noche y el amanecer; el cambio de color del cielo paulatino, hasta que un sol furibundo te deja con los ojos llenos de luz y lastimados.
Los últimos dos cumpleaños no los festejé. Tampoco las navidades ni los finales de año. Empecé a despedirme unos dos meses antes de los 32. Llamé gente que hacía tiempo no veía. Invité a mi madre a una cena especial. Renuncié a mi trabajo. Ordené mi casa, lavé mi ropa, limpié los pisos. Pagué las cuentas, vacié la alacena, tapé los muebles con nylon. Una semana antes desconecté el teléfono y bajé las persianas. El día se acercaba.
La noche anterior, tendí mi cama con sábanas limpias. Era un viernes. No cené, no vi televisión ni escuché la radio. Fui hasta la cocina y miré el calendario. Un círculo rojo encerraba el 17 de marzo de 1998.
Suspiré. Los suspiros son para dejar escapar emociones. Creo que fue alivio, no estoy segura.
Me acosté. Como siempre, Esteban, mi gato, se acomodó a mis pies con ese motorcito de afecto y satisfacción nocturnos. Lo eché. Me miró sin entender (sin entender a mi parecer) y se bajó con el impulso de una patada. Quería estar sola.
Me tapé prolijamente y cerré los ojos. Sentía los latidos de mi corazón tan fuertes que se confundían con los ruidos de afuera. Estaba tan viva que dudé un poco de la profecía.
Cómo morirse estando tan viva. No sé. Ya no era problema mío.
Pensé que una figura oscura iba a ingresar por la puerta del dormitorio y se iba a sentar a mi lado. Que iba a tomar mi mano y contarme cuál era mi destino. Pensé que iba a sonreirle sin temor y me iba a dejar llevar adonde fuera, sin resistirme. Me dormí.
Esteban me despertó lamiendo mi cara. Me senté en la cama, desconfiando. Estaba ahí, con mis huesos y mi carne. Con mi olor, con mi pulso.
El gato insistió con cabezazos y ronroneos. Él no estaba enterado de vaticinios, salvo el que se desprendía del preparativo de la cena, para cobrarse un trozo de carne.
Algo había fallado, estaba segura. Corrí a la cocina con Esteban por detrás cazando mis tobillos. 17 de marzo. La fecha estaba bien. Pensé que quizás la muerte se había demorado y que durante el día pasaría a buscarme, como un novio impuntual.
Me quedé puteando un rato. Me sentí frustrada; al fin y al cabo a nadie le gusta prepararse para nada.
Pasé el resto de mi cumpleaños número 32 esperando, atenta. Respiré todo el día sin novedades y no vi amenaza de dejar de hacerlo. Me miré en el espejo del baño para comprobar si seguía existiendo y ahí estaba yo, con la vida aún puesta.
La noche volvió a hacerse. Aposté alguna esperanza en esas últimas dos horas. Como una mujer despechada, lloré dos o tres lágrimas de fracaso y cerré mi puño para golpearlo en mis rodillas.
Cuando todo era desencanto, sonó el timbre. Me sequé las lágrimas con el dorso de la mano y con un secreto anhelo acomodé mi ropa y fui a atender. Era mi vecina, para pedirme unos saquitos de té. Cerré la puerta, vencida.

Después recordé. La muerte nunca toca la puerta.


viernes, 31 de mayo de 2013

Soñé

Soñé que me despedía. pero no diciendo adiós. Miraba las cosas sin tristeza, descubriendo redondeces, aristas y colores que antes no había visto. Soñé que entraba a una habitación por una puerta de madera oscura, lustrada, que se abría sin picaporte, empujando. Y adentro no había nada. Y hacía frío.
Soñé que me daba vuelta, porque alguien me tocaba la espalda y era un hombre. Parecido a vos. Y me nombraba en voz baja y me contaba algo que no llegaba a escuchar pero que me tranquilizaba. Soñé que me daba un abrazo, pero no un abrazo cualquiera. Uno donde yo perdía el cuerpo. Y recordé que vos me abrazabas así. Con la fuerza justa, con el calor exacto, con la barba crecida rozando mi cara. Sentí un perfume que no era el tuyo pero igual me gustó. Soñé que estaba desnuda y me miraba los pies. Y caminaba haciendo equilibrio en una línea imaginaria, sin mirar a los costados. Punta talón. Y llegaba al borde de algo, como una baldosa distinta, áspera, quebrada. Y me detenía. Soñé que no tenía fuerza en las piernas y que me gritaban que camine, que siga. Y no podía moverme. Y de vuelta la mano en la espalda. Soñé que tenía miedo. Que nadie sabía de mi ausencia y que nadie lo iba a notar. Pensé en mis hijos, los escuché preguntando por mí. Soñé que estaba tendida en una cama blanda, como la cama que nos cobijaba. Pero no estabas. Y yo miraba sin mirar hacia arriba, hacia una lámpara que como un sol rabioso me dejaba ciega. Soñé que me besaban la frente y la ví a mi mamá con una sonrisa. Y sentí aroma a manzanas y canela. El mismo que inundaba mi casa de chica. Soñé que no quería despertarme. Pero descubrí que tampoco podía. Desde ahí que vivo en ese sueño, que empieza siempre así: Soñé que me despedía.

miércoles, 2 de enero de 2013

Insomnio

Hace tres días que no duermo. Tres días con sus horas, minutos y segundos. Me acuesto, cierro los ojos y veo una luz blanca intensa. Después se hace roja con siluetas oscuras, que cuando abro los ojos parece que están ahí, pero son los muebles. Los muebles se hacen siluetas oscuras, que incluso se mueven. Pienso infinitos métodos para conciliar el sueño, desde relajarme contando ovejas hasta hacer juegos de palabras. Cuento ovejas, vacas, patos, nubes. Cuento personas. Cuento Bobs Marleys y Pauls Stanleys. Cuento objetos. Sillas, mesas, cuadros. No sé de dónde nace la idea que contando, la gente se duerme. La sucesión de números se dificulta si encima hay que otorgarle una figura. No me sirve. Juego con palabras entonces. Cinco palabras que empiecen con A, después cinco que empiecen con B. Y así sigo hasta la Z. Sustantivos, adjetivos, países, ríos, colores, comidas. Hago como un tutifruti mental contra el sueño, pero nada. Busco una palabra larga, la más larga que pueda. Como sesquipedaliofobia, que es justamente el miedo a pronunciar palabras largas. Y la desarmo. Y formo la mayor cantidad de palabras posibles: seso, pedo, fobia, quise, bípedo,  pedal y 67 palabras más. Me laten las sienes. Me levanto a tomar un vaso de leche. Olvido que la leche me repugna. Vomito. Tomo un té de tilo. Mi abuela todo lo curaba con un té. El tilo tiene propiedades sedantes, como la valeriana. Pero valeriana no tengo. Tengo tilo. Tomar un té y pensar que el sueño va a caer engañado. Pero no. Hay que recordar episodios que no sean traumáticos. Nada de accidentes, muertes y decepciones. Imágenes alegres. Pero tampoco tan alegres como para sobreexcitarse. Algo mediano. O tratar de recordar una canción. Eso es bueno. Pero me pasa que no logro recordar toda la letra, o quién la canta o el título. Solamente una parte que dice  “Ese amor siempre es sincero, sin saber lo que es el miedo no parece ser real. Qué me importa haber sufrido si ya tengo lo más bello y me da felicidad “. Voy a internet, a ver quién la canta. No tengo internet, se debe haber cortado. Vuelvo a la cama. Un baño relaja. Voy al baño entonces. Abro la canilla, reviso que no esté ni muy caliente ni muy fría. Tiro un chorro de shampú, no tengo sales. Espero. Me desnudo, me meto. Está hermosa. Busco una posición para que mis piernas no estén dobladas. Cierro los ojos. Respiro profundo. Aparecen ovejas, personas, números, siluetas, palabras, árboles de tilo, ríos, recuerdos, canciones, Bob Marley que toma leche y  algo parecido al sueño está llegando. 
Me elevo. Es agradable. Tanto como para verme en una bañadera llena de espuma. Creo que algo no está bien. Si hay alguien que soy yo ahí abajo, quién está acá arriba. Mierda. 

Oh mierda.