miércoles, 20 de julio de 2011

El andén

Faltaba un puñado de minutos para que el reloj sonara. No hay despertar si no se ha dormido. La alarma sólo anuncia el momento de empezar una jornada.
Conocía de memoria la noche. La ventana era una pantalla en cinemascope por donde se escapaban sus pensamientos siguiendo el derrotero de estrellas y nubes. Así hasta el amanecer.

Se puso de costado, casi a la orilla de la cama; entrecerró los ojos - para qué abrirlos - y se estiró cuán largo era. A sus espaldas una maraña de sábanas; el desorden propio de la lucha por conciliar el sueño, ese que no llegaba hacía días.
Percibió claramente el peso de un cuerpo caer con suavidad junto a sus pies. Hasta sintió el perfume de su mujer y adivinó que era ella, sentada, calzándose sus tacos.
Sonrió, "Ya me levanto, dame cinco". El silencio lo llevó a buscarla. No estaba allí.
Pensativo, se vistió con lo mismo del día anterior. No se bañó, ni se lavó la cara, ni se afeitó. Preparó su morral, revisó la carga del celular y se asomó a la cocina, bostezando y rascándose la cabeza rapada.
El beso con aliento mañanero, un par de mates lavados, una conversación vacía y ese rectángulo de luz - tanta luz - en la pared. Del otro lado, el trajín reclamaba.
La vida lo iba corriendo de fecha a los empujones. La voluntad lo había abandonado quién sabe cuándo, tal vez en el mismo instante en que lo invadió la insatisfacción.

El hábito de arrastrarse hacia el trabajo. Lo de siempre, lo necesario.
Tomó el ascensor, saludó al portero, buscó el pase para el subte, se apretujó, bajó diez minutos después, subió la escalera y cruzó la calle. Pero no llegó a destino.
Sin saber cómo, estaba sentado en un gran banco de cemento pintarrajeado de verde y graffitis de amor, en una estación de ferrocarril desconocida.
No se extrañó, no se sintió perdido y mucho menos intentó el regreso.

Observó la explanada del andén vacío y la vio aproximarse.
Con el pelo oscuro recogido, enfundada en un impermeable negro, caminó decidida hacia él sin quitarle los ojos de encima. No pidió permiso para acomodarse a su lado. 
Él, amilanado, dirigió la vista hacia las vías, sin atreverse a tanta mujer.

Bueno, viniste ... Hace rato nos debíamos un encuentro, no? 
El hombre que calla y hurga la respuesta, sin hallarla.
Cuántas veces te acordaste de mí en estos días?
- Se me ocurre que muchas ... Contestó en un susurro.
Y en estos últimos tiempos, en cuántos de tus cuentos fui la protagonista?
- No lo sé ... Se escuchó apenas. Varios?
- Sé que me mencionaste, que me soñaste despierto, que me imaginaste. O no?
- Puede ser ... pero no puedo asegurar que fuera tu cara ...
- Tengo esa habilidad, la de cambiar de rostro ... pero sabés que soy yo ... 
- Debo ser la mujer que más tiempo ocupó en tu vida ... Me equivoco?
Ahora la voz de la mujer se convertía en la gota que horada la frente inmóvil. 

- Mirame. Dijo ella mientras se ponía de pie. 
Una ráfaga la dejó desnuda y le soltó la cabellera. Como una amazona, lo montó y lo obligó a mirarla sujetándole la cabeza con las manos, suaves y frías.
Vas a venir conmigo.
La orden le palpitó en las sienes. Lo envolvía un mareo perturbador.
Su mente era una mesa servida esperando que ella tirara de la punta del mantel.
Dulce y agresiva, enroscó sus piernas a las de él. Liberarse era difícil. Tampoco quería tocarla; significaba entregarse y precipitar el comienzo del fin.

Vas a venir conmigo. Repitió.
La campana de la barrera cortó el aire y los cuerpos se separaron.
Él se incorporó y caminó unos pasos. El tren se acercaba. Un poco más y pisaba la línea amarilla de precaución.
Necesitás ayuda o podés solo?
Se arrimaba peligrosamente. La punta del zapato se balanceaba entre el vacío y el borde.
-Vamos ... Ella lo animaba con una fuerza irresistible.

El conductor intuyó la tragedia. La bocina resonó en un intento desesperado por hacerlo cambiar de idea.
La cadena de vagones se detuvo. Una puerta se abrió a tiempo para que él ingresara. Cobijado entre la gente, la buscó en el andén pero ya no estaba. El alivio de la huida era más valioso que ignorar el rumbo. Alguien lo codeó con delicadeza y le murmuró al oído como una caricia :
Nos vamos a volver a ver.






domingo, 17 de julio de 2011

Twitter, arroba y el perro

Caímos en la red, nos atraparon. La de los hilos trenzados de mensajes breves de 140 caracteres.
Nos calzamos un personaje, jugamos a mezclar realidades y ficciones. Somos blasfemos, cínicos, tiernos, nostálgicos, compulsivos, soberbios, románticos, originales, recurrentes. Le ponemos la impronta, la cadencia, el matiz, el jugo ácido o dulce. El misterio de ocultarnos, de mostrar sólo una hilacha y de que averigüen o no, el resto.
El vértigo que mezcla y amontona; frases propias, o plagiadas y aggiornadas o robadas descaradamente sin disfraz. Pasajes de la vida más miserable, contados con humor, definiciones de sabios ignotos, contradicciones, analogías. Declaraciones de amor y de guerra. Anzuelos atractivos. Reflexiones en las sombras.
Mensajes lanzados sin destinatario desde el silencio al aire, como una bengala, con el anhelo único de que alguien se haga cargo, despierte y de cualquier forma, se conmueva.
Somos náufragos, metiendo líneas en botellas despojadas de etiqueta, de arrobas, esperando que las encuentren y les coloquen voz, tono y sentido, antes de que un remolino despiadado las hunda en el olvido.
En alguna parte, ojos que devanan, que desenredan, que buscan el guiño, la señal, el instante para atrapar la magia.
Somos una multitud de seres perdidos, abandonados. Aguardando que suelten el perro que nos rescate, nos olfatee, corra hacia nosotros y nos lama el rostro.
Sigamos apretando ideas solitarias en un muro efímero, verdades irrefutables, confesiones de culpas, estrategias de amor, manifestaciones de saber, discursos armados, recetas para aprendices.
O aceptemos nuestras soledades, quizás decidan encontrarse un día, del lado de afuera.

viernes, 15 de julio de 2011

Graffiti

Escribo en la pared donde no vas a detenerte nunca. Palabras de amor vacías, ilusiones disfrazadas y esperas vanas. Detalles que no olvido: miradas sostenidas, la mano que nos dimos quién sabe cuánto tiempo, el rumbo que tomamos, el lugar que fue nuestro y furtivo, la historia pequeña con un final pactado.
Pedazos de alegría prestada por un rato y la pena de no habernos encontrado antes.
Mentirnos un poco, total la vida nos despabila a la mañana y buscarnos para colorear el gris que ganamos por sorteo.
Tal vez un dibujo ingrato oculte este mensaje, o lo borre la lluvia o alguien se lo quede. No importa, una tinta indeleble, oscura de tristeza se ocupó de grabarlo en mi.

miércoles, 6 de julio de 2011

Si me quieren sacar buena

El reloj impasible camina siempre al mismo ritmo. El día arranca y se nos viene encima con la rutina gris y nos tendemos la trampa del apuro para alcanzar la meta: otro día igual, pero mañana.

Vivimos apurados.
Apuramos un parto con oxitocina. Apuramos la niñez, la adolescencia. Si somos padres, queremos verlos grandes; si somos chicos, queremos irnos de casa. Apurados.

Nos apuramos por salir y por llegar. Adonde sea.
Si manejamos, la autopista. Si es en tren, el rápido. Si podemos, el avión. Si es en colectivo, putearemos cada semáforo. Apurados.

Nos apura el trabajo, los llamados, los mails, las órdenes. Nos apura la escuela, la facultad. Queremos recibirnos, terminar la carrera.

Comemos apurados, tragamos. Porque tenemos que seguir haciendo. Y llegar a la noche y cumplir y enterarnos de lo que pasó en la casa y cocinar y lavar y ordenar. Y estamos apurados por ir a dormir.

Nos apuramos en opinar, en emitir juicios, en diagnosticar. Buscamos soluciones apurados.

Hablamos apurados. Compramos, vendemos. Escribimos. Oímos y no escuchamos. Nos adelantamos a los hechos. Apurados.
Elegimos con apuro y nos casamos. Y vienen discusiones que desatan separaciones apuradas. O nos engañamos y surge el perdón, apurado.

Todo nos apura: el baño, la calle, el frío, la lluvia, el calor, los extraños, la familia, el vecino, el jefe, los hijos, la maestra, el estudio, la vida.

Apurados maltratamos, malpensamos, malqueremos, malogramos, malherimos, malhablamos, malaprendemos, maldecidimos, malopinamos, malinterpretamos, malinformamos, malcomemos, maldormimos, malgastamos, nos malcasamos y nos malacostumbramos.

Maldecimos. Porque apurarnos nos hace equivocar.

Por eso esta noche, cuando estemos solos, dejame que me olvide del reloj  y que vaya bien bien despacio. 




sábado, 2 de julio de 2011

En blanco

Hablábamos todos a la vez. Podría asegurar que lo que cada uno decía, nadie lo escuchaba. La mezcla de voces armaba un solo bloque monocorde sin pausas y parecía no tener fin. Hasta que la puerta se abrió de golpe y entraron juntos: él: impecable, supremo y temible; avanzó hacia el escritorio y apoyó sus cosas. Lo acompañaba un silencio conmovedor que instantáneamente se acomodó en el aire.
La sentencia fue corta: "Saquen una hoja".

Nos miramos sin atrevernos a cuestionar la falta de aviso y nos masticamos la protesta, saboreando el amargo presentimiento del aplazo.

El blanco de la hoja aterra cuando se impone llenarlo. La mirada puede morir buscando un punto donde caer, pero el blanco está desierto de puntos.
En un lugar insondable y oscuro están las palabras, pero en ese instante se niegan a la luz y si es vano el intento de hallarlas, imposible el de unirlas con sentido.

El blanco atrapa. La angustia creciente del tiempo que corre y no perdona; la lucha heroica de rescatar el ingenio confinado en algún recoveco carcelero de la mente.

El blanco maltrata. Disuelve cualquier recuerdo que surja, opaca la memoria y nubla la vista, al extremo de fundirla con el mismo blanco.

El blanco aliena. Uno cree ver reflejado su propio rostro sin expresión alguna, ni siquiera de duda. Uno espera que un ejército de letras asome por los márgenes y avance ordenado, formando algo digno de leer.
Ese rectángulo cruel se transforma en un agujero donde pretendemos meter el brazo entero y hurgar hasta que los dedos encuentren algo. Y no hay nada.

El blanco bloquea, anula, impide plasmar. Asusta, coarta, descalifica cualquier atisbo de improvisación.
Escribir bajo mandato, aprisiona el deseo de hacerlo.

Él se detuvo a mi lado, sacándome del letargo. Extendió su mano y me pidió la hoja. Se la entregué como quien se desprende de sus armas en una batalla y se da por vencido. Pero antes le dediqué una mueca desafiante, la del que pierde pero quiere pronta revancha.

Cuando se dispuso a corregir, se encontró con este texto. Él, mi profesor de Literatura, acostumbrado a mis rebeldías, terminó por aprobarlo.