martes, 31 de mayo de 2011

Figuritas

El juego de las figuritas no era una competencia cualquiera. No sólo se ponía de manifiesto la destreza, sino también el orgullo, la ostentación de poder, la aceptación del reto.
Al habilidoso se le animaban pocos, era el que hacía gala de la torre más alta, más jugosa. Al torpe se lo buscaba para ganarle fácil las pocas que tenía cuando te quedabas pelado. Estaba el que no jugaba, el que no arriesgaba y guardaba su tesoro en el bolsillo. Ese era el cagón.
Nadie quedaba exento de ser etiquetado.

Fabián (el "Pájaro") era quizás el mejor. Dominaba todas las variantes: el espejito, la tapadita, el punto y la chupi. Era bueno de verdad y respetado por sus códigos de honor como ofrecer la posibilidad del desquite, aceptar el duelo de pibes sin experiencia, repartir parte de su pila con los que menos tenían o ser el primero en separar cuando se armaba la rosca.

La arena era el patio de la escuela. Allí un nutrido público observaba a los gladiadores.
Rodilla con pitucón al suelo, estaba el Pájaro, calculando con mirada rigurosa para dar el golpe certero con su pulgar. Antes del tiro, murmullos con apuestas, tensión en la tribuna, aliento contenido y un silencio que descendía sobre el escenario.

Y la fija alguna vez se cae.
Ni él se la esperó. Acostumbrado a la victoria, a chapar botines gordos, al liderazgo, esa derrota le dolió como una trompada.
Primero la sorpresa, alguna risa, la primera burla y las siguientes, el efecto dominó cruel y devastador.
Haciendo leña del árbol caído.
La bronca lo aturdió, le congeló las manos, lo enmudeció. Vio alejarse a los compañeros entre carcajadas y codazos y apenas como un ruido lejano, escuchó el timbre que marcaba el fin del recreo.
Ese día eligió regresar por el camino de tierra. No hay nada más sublime que volver pateando el barro seco que se junta al costado de las zanjas, levantando polvo, descargando rabia.

Fabián creció. Ya no era el Pájaro. Conservaba su cara de nene, el hoyuelo en el mentón y la costumbre de soplarse el flequillo rebelde.
Veinte años en un envase masculino, codiciado por las chicas del barrio. Era ganador con todas; si él lo deseaba era tan sencillo como abrir un álbum y elegir una, que ya la tenía asegurada, servida.
Pero en el momento de la contienda, de la palestra, algo sucedía. Algo que como un estigma lo lastimaba.
Todos caemos bajo los caprichos de la naturaleza; ella nos pinta el color de los ojos, de la piel. Nos amasa, nos modela. A veces, generosa, nos salpica de belleza; otras mezquina termina su obra con dudosos detalles.
Y a Fabián, lo había retaceado justo ahí, de la cintura para abajo, en su lado íntimo, en su virilidad.
Despertaba todo tipo de reacciones; desde la decepción, pasando por el enojo, el desplante, el desprecio hasta la inevitable lástima.

No perdía la esperanza. La de encontrar a la figurita difícil, la mujer que lo hiciera hombre, que lo valorara tal cual, con su pequeñez incluída.

La noche caía sobre él y una negrura infinita lo invadía, lo aplastaba. Rumbeó para el lado de la estación. Un toldo levemente iluminado por un par de focos rojos lo invitó a pasar. Subió a tientas una escalera de granito con algunos bordes mordidos y una silueta femenina casi desnuda lo recibió solícita y gentil. Un par de palabras, una breve espera y otra dama que desde una puerta adornada con cortina de cuentas lo condujo hacia el interior del cuarto mínimo y con olores inciertos.
Y allí esperó el milagro.


Ya no había calles de tierra. Maldito progreso. No más polvo para patear.
Levantó una piedra y la lanzó procurando apuntarle al destino. Creyó escuchar las mismas risas de antaño, las del patio de la escuela. Ya no sonó el timbre del recreo, se oyó la campana de la barrera.
Levantó otra piedra y le tiró ahora al tren. Pero le dio a la nada más amarga.

Fabián no pudo completar el álbum. Él no pudo completarse.
Esa figurita, nunca más llegó.

sábado, 21 de mayo de 2011

Suerte grela

Desperté con una jaqueca lapidaria. Martillos invisibles me golpeaban sin piedad en la nuca y en las sienes. La resaca de la última botella de Cabernet Sauvignon que guardaba para una ocasión especial, se hacía sentir y apenas podía levantar los párpados.
"Algo tengo que hacer" me repetía sin cesar mientras buscaba los zapatos en ese mundo aparte que existía debajo de la cama.
Me sentía extrañamente afortunada. En la loca timba de la vida se habían rifado un despido laboral y un abandono amoroso y yo me los había ganado.
Era cierto. Nunca fui muy entusiasta del trabajo y San Cayetano no me contaba entre sus fieles seguidores. Hubiera preferido tener a alguien que me mantuviera y vivir en una fiesta de despilfarro, cómoda y feliz. Pero el tipo que se mandó a mudar antes de ayer se había llevado hasta las cubeteras del freezer. Me dejó en la ruina más arruinada, me robó los dólares que escondía en un frasco de Nescafé, mis discos de vinilo (que los podía haber vendido para sacar un mango), una Pentax Reflex y dos medallitas ínfimas de oro. Una lacra.

"Esto parece un gualicho", rabié entre lágrimas. Y ese fue el click. "Gualicho" dije en voz alta. ¿Cómo no se me ocurrió antes? Me puse en campaña inmediatamente. Mi mente desbordaba de ideas que anotaba sin pausa en el reverso de una boleta de luz impaga.
Tenía que improvisar la escenografía, conseguir vestuario, ocuparme de la publicidad y tirarme a la pileta.
Me acordé de la tía Nena. Me reconocí injusta por no llamarla muy seguido pero era un recurso valiosísimo en ese momento.
Antes de que me cortaran la línea por falta de pago, marqué su número y esperé ansiosa a que atendiera. Su voz sonó como un coro de ángeles para mí. La llené de piropos, le dije que la extrañaba y le ofrecí ayuda para limpiar la casa. La vieja que era un primor, desconfió un poco de mi repentino amor pero accedió ante mi insistencia.

Conseguí sacarle unas cortinas con estampado búlgaro en tono bordó, horribles, pero que me venían al pelo. Bijou del año del jopo, unos candelabros de origen chino, carpetitas tejidas al crochet, una nutria embalsamada, un cubrecama en terciopelo negro que después usé como mantel, un par de velones aromatizantes y la perla, el summum fue la calavera de un bicho que no supe definir pero que metí a presión en un bolso de cuero.
No entendía como podía guardar tantas porquerías. Mi tío Jorge la tildaba de cachivachera y yo coincidía en un todo.
Entre la tele a todo volumen, su sordera y el Alzheimer, jamás se enteró de mi incursión. Prometí devolverle todo apenas levantara cabeza. No me escuchó, así que me fui.

Con la casa acondicionada y vestida con una túnica de bambula negra, pañuelo a modo de turbante y una multitud de collares, me lancé a la aventura.
Mi gato Negro miraba curioso desde un estante de la biblioteca el desfile de clientes.
Usaba un mazo de tarot y otro de cartas españolas. Esgrimía sabiamente mis dotes actorales para impostar la voz, para cerrar los ojos y entrar en trance o para dar un veredicto. Mis silencios eran estremecedores y mis miradas decisivas.
Me engolosinaba con la ficción y con los billetes que cobraba.
Pero sucedió que la gente comenzó a renovar su visita. No sólo para repetir la consulta, sino para agradecerme. Me decían que cada uno de mis vaticinios se cumplía.
Al principio creí que era casualidad, pero empecé a dar turnos, porque mi fama había trascendido de barrio y no daba abasto.
No sabía cuál era el truco. Me sentía entre caradura y autodidacta; quería descubrir adónde estaba la magia. Yo no sentía nada especial salvo que el gato se erizaba de vez en cuando o que un chiflete helado entraba de golpe haciendo apagar las velas. No más que eso.

Eran las nueve de la noche y estaba exhausta. Me descalcé y me prendí un cigarrillo mientras contaba la recaudación del día, cuando sonó el timbre. No esperaba a nadie pero atendí. La voz de un hombre en el portero eléctrico pedía por favor que lo recibiera.
Murmuré un rezongo pero le abrí pensando en despacharlo rápido para irme a descansar.
Un joven alto y apuesto se presentó como Edelmiro. "Nombre fuerte" le dije para entrar en clima.
Lo invité a sentarse y su manera de contemplarme, insistente y penetrante, me puso algo incómoda. Una misteriosa fascinación me hizo bajar la vista. Me hablaba y me perturbaba y por primera vez me quedé sin discurso. Mi corazón latía desacompasado y mis manos se tornaron ligeramente húmedas y temblorosas. Las oculté debajo de la mesa.

No recuerdo cómo. No supe cómo.
Una fuerza irresistible me atrajo hacia él y terminamos incrustados el uno en el otro, en el medio de un desparramo de ropas.
Caray. Creo que se fue sin pagarme pero no me importó.

En los trabajos siempre hay avatares. Rachas buenas y malas. Así que al bache que comencé a sentir no le di mayor importancia. Eso sí, lamenté profundamente que mi gato Negro se perdiera, pero conseguir otro no iba a ser difícil.
Tomé el faltante de clientes como un descanso y no perdí mi optimismo. Pero los días pasaban y mis arcas enflaquecían con velocidad.
Una nube oscura me persiguió y pronto devino en desesperación.
Las cuentas comenzaron a acumularse en el buzón y era hora de pagarlas; junté todos los sobres y los fui abriendo uno a uno. Un volante entre las boletas me llamó la atención; en fondo blanco y letras verdes el texto rezaba "MANOSANTA EDELMIRO TE 4752 ....... TAROT - CAMBIE SU VIDA"

Entré en estupor. Quise encontrarle sentido a la tragedia, busqué adentro mío, me pregunté que pudo haber pasado.
Hice memoria, desmenucé cada recuerdo, para encontrar el instante en que él, maldito Edelmiro, había usurpado mi poder. Y me di cuenta.

Fue en el último susurro, en el final, en el que casi desvanecido me pidió, me rogó al oído aquel "Dame todo" y yo como una estúpida, como una imbécil, como una auténtica infeliz no pude oponerme y simplemente, se lo dí.
Y la suerte que es grela, me largó parada.



domingo, 15 de mayo de 2011

Formulario

Sabía que me iba a llevar tiempo, mejor dicho que lo perdería. Pero no sólo eso; hacer un trámite requiere paciencia, documentación en orden y una cuota de sentido del humor, algo que reconozco no haber desarrollado demasiado.
Y si la diligencia es en un organismo público, uno debe estar preparado para cualquier imprevisto: caída del sistema, trabajo a reglamento, multitud de personas, burocracia.

La noche anterior me mentalicé positivamente y a la mañana me levanté de un salto, sin despertador (raro en mí). Me sentía ultraliviana, ágil y veloz. No me preocupé por el vestuario ni me asomé por la ventana de la cocina para ver cómo estaba el tiempo. Ni frío ni calor, dije.

Y me mandé. Tengo un tic insoportable cuando salgo de casa y es fijarme veinte veces si bajé la llave del gas, si los bichos tienen comida y agua suficiente, si apagué todas las luces y si cerré todas las puertas correctamente. Soy capaz de volverme si dudo de algo, pero ese día no revisé nada de eso y me fuí. Después me extrañó haberme liberado de esa preocupación tan mía, pero supuse que el trámite abarcaba todos mis pensamientos y por eso lo demás quedó en un segundo plano.

Llegué.
El lugar estaba bastante bueno. Muy ordenado, agradable; creo que hasta tenían música funcional.
Había una mesa de informes y muchas ventanillas habilitadas. Detrás, un ejército de empleados laburando en sendos escritorios blancos, llenos de papeles y lapiceras. Iban y venían, atendían correctamente, sin derroche de simpatía y con cierta rapidez.
De vez en cuando se demoraban con alguna persona, "los boludos de siempre que se olvidan el documento o que no saben leer" pensé.
Faltaba bastante para mi turno, así que me dediqué a mirar a la gente, "Qué manga de sumisos". Todos hacían fila derechitos, apretando carpetas contra el pecho. Muy pocos como yo, con hormigas en el traste, cogoteando o moviéndose de un lado a otro. Recordé: "Paciencia".

Se me arrimó una mina con cara de notengoidea y me preguntó algo que no recuerdo ahora y le señalé la mesa de informes para sacármela de encima. No soy muy solidaria en esas situaciones y ya me estaba cabreando porque quería irme. "Sentido del humor". Cierto, me había olvidado.


Me toca. Uf, por fin.
Aclaré la garganta con una tosecita, como si fuera a hablarle a un auditorio.
- Buen día.
- Buen día- Una señorita mecanizada empezó con el riguroso speech "Documento, foto carnet, formulario A381B45, certificado de buena conducta"
- Hay un par de cositas que no completé ...
- A ver, permitamé.

Observé a la mina tratando de interpretarle algún gesto mientras relojeaba mis papeles, pero a la rubia no se le movía un músculo de la cara.
- Faltan algunos items del formulario, señora.
- Sí, creo que lo podemos subsanar ahora si me indica cómo hacerlo.
- Es sencillo señora .... Se ufanó como si yo fuera una ignorante.
- Si, ya sé que es fácil. Pero donde dice "Pecados" uno tiene que detallar todos?
- Por supuesto.
Sospeché que el tema se complicaba.
- Y dónde dice "Infidelidades", también?
- Sí, señora.
- Es que no me alcanza el espacio ...

Silencio de cuatro segundos.
-Lamentablemente, debo informarle que no le puedo otorgar su credencial. La invito amablemente a que golpee esa puerta roja.
Y me indicó el camino a la derecha mientras decía "El siguiente, por favor".
Deslicé disimuladamente cinco billetes de los grandes en forma de abanico y busqué complicidad con un guiño.
La mina abrió los ojos desmesuradamente, le chispeaban como dos luceros. Su mirada se paseaba del dinero a mi, así tres o cuatro veces, como si no lo entendiera o no lo pudiera creer.
Ahí le ví las alas. Las abrió un poquito y hasta me pareció que se le encresparon.

- Seguridad !!! "Insobornable" putié para mis adentros.
Un mono como de dos metros se acercó inmediatamente y me tomó del brazo.
- Acompañe a la señora por favor. Puerta roja.
- Momento, exijo hablar con el supervisor !!! Me resistí, grité (eso creo) pero mi voz se redujo a un hilo.

Apoyé la mano en el picaporte. Ardía.
El seguridad me miraba con media sonrisa dibujada y atajando cualquier intento de escape.
Resignada tiré los hombros hacia atrás, me erguí lo más que pude en clara actitud altiva y dije:
- Ok.
Y abrí. El resplandor me hizo parpadear y un vaho entre caliente y hediondo me golpeó la cara.

Yo también sonreí. Me di vuelta por última vez antes de entrar y sólo murmuré: "Manga de sumisos".

viernes, 13 de mayo de 2011

Sos

Sos una uña rota, una baldosa partida, una cascarita que no cae, una mancha en la pared, un grumo, un repasador quemado, una llaguita en la boca, un grano, un sacapuntas que no sacanada, una rejilla tapada, un troyano en la PC, una sonda pinchada, un timbre que no suena, una moneda falsa, un pucho prendido al revés, un café aguado, una paspadura, un postre vencido, un encendedor mojado, un cuento sin final, un final sin cuento, un escombro, otro más, un nudo ciego, un pelo encarnado, un cuatro de copas, un vino picado, un derby suave, un taco flojo, un trébol de dos hojas, un dolor de muelas, un agujero en la media, una boleta ganadora que se pierde y una historia que no se vive.

Un embole.

Sin embargo, te recuerdo con ese morral cruzado .... y te quiero igual.

miércoles, 11 de mayo de 2011

Fuego

(... y me fumaste, me saboreaste en cada pitada mirando como me encendía ... y ahora estoy ahí, entre cenizas.)


Recuerdo a mi madre invocando a la Virgen del Valle y al Señor de la Peña. Era el soberano preámbulo de una advertencia que me sabía de memoria: "Chinita, no juegues con fuego!".
Por aquel entonces yo era una niña de modales suaves y delicados, así que bajaba la mirada y sonreía. Pero no era tan fácil lidiar conmigo.

Toda prohibición maternal suele instigar con duplicado fervor a la travesura. Así que esperaba con paciencia a que mi mamá se alejara de la escena y regresaba insistente a mi mandato interior: acercar mi diminuto dedo a la hornalla.
"El fuego quema!". Vaya novedad. Me seducía acertar el instante en que mi cerebrito mandaba la orden para alejarme de la fuente de calor. Justo a tiempo, antes del ay.
"Las quemaduras duelen!". Era un libro abierto sin dudas. Atenta a mis movimientos me daba un pequeño empujón correctivo y sacaba mi mano.
"Quemarse no duele tanto" retrucaba desde mi metro diez con los brazos cruzados, haciendo oscilar mis rizos negros con gesto adorable y desafiante.

Jugaba con encendedores, chamuscaba papelitos tomándolos de un extremo hasta que una aureola entre negra y ardiente rozaba mis yemas;  me fascinaban esos hilitos de tizne que flotaban libres en el aire y se adherían a los azulejos o a las cortinas.
Los asados me tenían como espectadora y protagonista, presta a alimentar las llamas con ramitas secas o a avivarlas con una chapa a modo de abanico. Quedaba hipnotizada adivinando cuál de todas esas lenguas rojas alcanzaría la campana de la parrilla.
Y el crepitar del carbón era una musiquita que acompañaba la danza loca de brasas minúsculas que saltaban desordenadas.

El encantamiento del fuego aún me persigue.
Asocio el fuego a la vida misma. El dolor es fuego. El amor y la pasión. En las emociones, jugar con fuego es provocar, es arriesgarse a lastimar o lastimarse. Desde una ampolla que sana rápido hasta la consecuencia extrema de quedarse sin piel. O sin alma.

El embrujo del fuego.
La seducción es ese juego de unir dos fósforos, haciendo coincidir sus cabezas y acercando lumbre para que un fogonazo obre la magia  de fusionarlas y carbonizarlas. Vínculo frágil, efímero.
Las miradas tienen fuego. Los cuerpos de los amantes. Las mentiras y las verdades. El odio es fuego y la venganza también.

No entiendo la vida sin esa llama. Me prendo, me inflamo, chisporroteo, me incendio, me acreciento, resplandezco, arraso con todas mis fuerzas porque sé que lo próximo es atenuarme de a poco hasta extinguirme, hasta formar un cúmulo de tristes cenizas. Las que se barren, las que se tiran, las que se olvidan.

jueves, 5 de mayo de 2011

La ventana

                      "... y la locura no estará en nosotros al dejarlos solos?" (F.B.)

Conocí a Lucrecia a fines de los noventa, cuando comencé a trabajar como enfermera del turno mañana en la clínica "Los Cipreses". Ubicada en pleno barrio Norte, se trataba de una coqueta edificación de estilo francés y que antiguamente funcionó como petit hotel.
Un conjunto de veinte habitaciones amplias con techos altos, conservaba algunos detalles de la construcción original, como los herrajes de bronce, finas molduras en las puertas de doble hoja y un patio interno con una fuente de ángeles en el centro. Imaginé la tristeza de reemplazar los pisos, quizás de roble, por otros de fácil limpieza aptos para un centro de salud o cambiar las exquisitas luminarias, tal vez ostentosas arañas con caireles de cristal, por frías luces de neón.

Lucrecia (no era su nombre verdadero, pero respeté su deseo de llamarse así), tenía más de ochenta años y se notaba que había sido una bellísima mujer en su lejana juventud. Lo era aún. De estatura mediana , delgada, cabello corto y cano y ojos pequeños e inquietos de un celeste profundo.
Su rostro estaba surcado, tallado diría, por incontables y suaves arrugas que le otorgaban un encanto especial.  O era su eterna sonrisa que me recibía cuando entraba con la medicación de la mediamañana.

La encontraba todos los días cerca de la ventana, enfundada en su elegante bata azul, acariciando el cortinado blanco o descorriéndolo, generando un golpeteo entre las argollas de madera que lo sostenían de un lustroso barral.
Horas de pie, mirando la vida pasar del otro lado.
- "Vení ... acercate. ¿No es hermoso?"
Todo la animaba. La gente caminando apurada, el ruido de los autos, el viento formando remolinos caprichosos. Miraba el cielo, adivinando semejanzas con las nubes y adoraba los días de lluvia, cuando los chicos jugaban a pisar charcos y a enojar madres. O los de frío, para dibujar figuras con su fino índice sobre el paño.
Más de una vez la sorprendí balanceándose de un lado a otro, sin moverse del lugar, en una suerte de baile cuya música yo no llegaba a percibir.
-"Lucreciaaa ..." la retaba con cariño.
-"¿No escuchás la música? Viene de afuera."

Y es que esa ventana era su única conexión con el mundo. Nadie la visitaba, no participaba de las actividades lúdicas de la clínica y tampoco se interesaba por las películas o por la lectura.
Sólo su ventana. Ese pasaje mágico al exterior. En ocasiones tocaba el vidrio como esperando que se fundiera, que desapareciera y poder así sacar su mano.

-"Vení, mirá ..." Me aproximaba con paciencia. Una pareja de jovencitos se besaba en la esquina.
- "Así me besaba mi Luis". Era el instante en que buscaba las cartas de amor. Olvidaba que no estaba en su casa, me preguntaba dónde estaba el baúl con sus recuerdos. Se angustiaba, se agitaba. Hasta que se daba cuenta de su condición y repetía entre dientes, a modo de consuelo, que faltaba poco para regresar a su hogar.

Pero Lucrecia nunca volvió.
Una mañana la encontré acostada. Raro, pensé. Me senté a su lado; noté que murmuraba fastidiosa.
-"Otra vez no pude ver amanecer". Cada tanto me contaba que quería descubrir el momento exacto en que el negro de la noche se transformaba en el azul previo al alba. "Siempre me distraigo" protestaba, "O me duermo" refunfuñaba.
Traté de alentarla, mientras le acercaba la píldora a la boca. Me hizo un gesto de desagrado y apartó su cara.
-"Abrí los postigos" me dijo.
- "Lucreciaaaa ...." la regañé dulcemente.
- "Abrí los postigos te digo, corré las cortinas". Me puse seria y el corazón se me aceleró.
- "Lucrecia, las cortinas están corridas".
- "No me mientas, está oscuro".
Dejé el vaso con agua a un costado y una pena gigante mordió mi garganta.
Atiné a agarrarle la mano, estaba un poco fría. Me la apretó levemente. Intuía el final.
- "Sabía que era mi día. Hoy vuelvo a casa". Sonrió, creo. Y soltó mi mano.

Nunca extrañé a nadie así. A partir de allí, prometí detenerme a diario cinco minutos en esa ventana. A tratar de mirar como lo hacía ella, a hallar algo nuevo. A esperar algo nuevo. Desde su lucidez, desde su soledad.