sábado, 10 de diciembre de 2011

La Isabel

(Hay historias para olvidar, para el que las escribe y para el que las lee. En esta, tal vez se levante el índice del que defiende la igualdad de género o del machista; del que entiende de la psiquis, del sociólogo o del filósofo de la minuit. 
Tratarán de encontrarle la causa, el introito, el yeite. Que la soledad, las carencias, la falta de autoestima o la redonda inmadurez de la protagonista.
Nada es claro, no se esfuercen y que la decepción no los abrume. Suerte.)


La Isabel era una de esas mujeres que todo el mundo miraba con detenimiento pero que al llegar a la cara el entusiasmo se le disipaba. Para hablar claro, estaba buena hasta el cuello y del cuello para arriba dejaba bastante que desear. Parecía que el que la había dibujado, se hubiera equivocado al llegar a las facciones o quizás ignoraba eso de la proporción áurea.
Media población masculina del barrio Justicia y Libertad le hubiera dado con alevosía  - vino barato de por medio - pero ella aspiraba a más, tal vez por un ingenuo afán de superación. No la conformaban ni el Ricardo, ni el Oscar y ni siquiera el Sergio que la conocía de chiquita.

Por eso cuando instalaron el cyber a la vuelta de su casa, fue una de las primeras clientas. Su mejor amiga la Martita, le calentó la chaveta con eso de alternar con hombres por la internet, le enseñó lo básico y pronto se sintió segura para navegar sola y meterse en las salas de chat. Enloqueció olvidando quehaceres, vencimientos de facturas, horarios de cena, higiene personal, etc.
Y ahí estaba a punto de encontrarse por primera vez con un desconocido. 

Salió de su pobre sucucho apurada, cerró la puerta de chapa azul con fuerza y guardó el llavero en la cartera de símilcuero negro. No supo si fue el portazo o su forma de vestir pero el viejo de enfrente, eternamente plantificado en la vereda, la miró de arribabajo. Claro, ella no se vestía así nunca.
Hizo un cálculo grosero. Entre el colectivo hasta la estación, la espera del tren, el viaje, más otro colectivo, en apenas dos horas llegaba a la capital. Y ya le estaban doliendo los pies.
Puteó para sus adentros y caminó lo más elegante y rápido posible, relojeando su figura de perfil en cada vidriera que encontraba. No estaba mal. Blusa floreada escotada, pollera cortona, medias negras con liga y zapatos de taco alto que aprisionaban sus dedos en endemoniada tortura china.
Subió al colectivo medio de costado porque la falda le limitaba el paso.
"Hasta dónde vas" fue la pregunta atinada del chofer. "Hasta la casa de un tipo que no conozco y con el que seguro me voy a revolcar" pensó. Pero se escuchó un parco "Hasta la estación".
Tres pasajeros solitarios y las ganas de encenderse un pucho. Se fue atrás, al último asiento de la fila de uno, abrió bien la ventanilla y se prendió un Jockey nomás. El colectivero con esa costumbre de sentirse dueño y señor, la miró por el espejo y le habló con tonito represor. "No sabés leer, no?"  La Isabel para no entrar en discusión y porque la lectura no era muy lo suyo, tiró el cigarrillo con pena. "Apenas tres pitadas carajo".

Se entretuvo todo el tiempo pensando en la aventura. Sacó el esmalte de un neceser y cubrió así nomás las puntas descascaradas de las uñas. Se puso Atrix en las manos y un poco de perfume: detrás de las orejas, en las muñecas y en el medio de sus grandes pechos. Se miró en un espejito opaco, repasó el rimmel y revisó sus dientes. Era hora de pelar un chicle y mejorar el aliento. Un toque de labial rojo cereza y listo.

Odiaba la capital. Tanto barullo y la multitud que la ponía nerviosa, incómoda. Pero epa, estaba en Barrio Norte, quién te ha visto y quién te ve. Recordó a sus vecinas, tan chiruzas y pobretonas y se sintió importante caminando por Santa Fe.
Desdobló un papelito con la dirección y enfiló decidida hacia la esquina. Los pies le latían al ritmo del corazón, pero el castigo se sentía en las pisadas.
Tocó timbre en el tercero B. Un edificio de neto corte francés, de blanco impecable se erguía ante ella. Un muchacho alto le abrió la puerta y tras el saludo de rigor la hizo pasar.

Un ascensor antiguo, escaleras de mármol, barandas de hierro forjado, pasamanos de madera lustrada fue todo lo que pudo pispear en el hall de entrada. Lejos de su humildad, cerca del lujo.
Se acordó de la única vez que estuvo en un hotel, quince años atrás en Mar Chiquita y ni por casualidad se asemejaba a lo que estaba mirando.
El departamento era un palacio. Pisos de pinotea, cortinados bordó, sillones color manteca, una biblioteca con "todos los libros del mundo", pensó. Plantas, cuadros enormes y algunos objetos de adorno que ni se animó a tocar. Podría haber dicho algo interesante pero la sorpresa mezclada con su poco vocabulario sólo le permitió emitir un "Faaaa ..." casi en un suspiro.
"Querés tomar algo?" ofreció el galán. "Mmmmsé, podría ser algo con alcohol?" pidió atrevida mientras dejaba la cartera por ahí. 

Charlaron. Habló él en realidad, porque la Isabel no tenía demasiado para contar. Qué podía decirle de su vida? Que limpiaba por horas? Que cuidaba viejos con bragueta húmeda? Que tenía más deudas que alegrías? Él, con voz impostada le detalló sus viajes, su carrera de ingeniero, la estancia de los padres en Europa y mucho más que cayó en una bolsa de aburrimiento a la hora de haber llegado.
"A ver cuando vamo' a lo' papele' porque quiero sacarme los zapatos" rogó íntimamente mientras sonreía y masticaba el chicle.
Avanzó ella entonada por el Malbec en copa. O era Merlot. Cinco copas en total se había bajado. La dentadura violeta ya y el andar tambaleante.
La cuestión fue que terminaron en la cama en una contienda bastante pareja. Por suerte el tipo dejó lo caballero de lado, pero igual no fue una gran cosa. Anatómicamente breve, en su barrio cualquiera le sacaba ventaja con facilidad. En dote y en pericia.

La macana de las medias rotas, porque el idiota se las quiso sacar a lo bestia. Capaz que zurciéndolas servirían aunque sea para usar debajo de un pantalón. 
Se arregló un poco, le dijo gracias y se despidió. "Te gustó Isabel? La pasaste bien?" preguntó el lungo. "Mmmmsé, la verdad que sí. Te llamo eh, tengo tu número" pegó media vuelta y caminó rengueando - el alcohol, el baqueteo o los malditos tacos - rumbo a la parada. El cuerpo se le estaba enfriando y le dolían las piernas. "Y yo sin medias ... ta que lo tiró ..." La Martita le hubiera rezongado "Le tendrías que haber pedido que te pagara un remís, qué tonta".

Tonta.
Abrió la cartera de símilcuero negro. Extrajo un objeto de metal, pequeño y pesado. Acaso bronce. Se lo había escabullido mientras él se vestía para acompañarla. "Qué será. Y cuánto me darán"
Linda la tarde, ni una nube. "Con suerte llego a las 9 y el cyber no cerró todavía".

El viaje era largo. Y se quedó dormida.