lunes, 25 de abril de 2011

Meche

Mercedes, Meche para el barrio ("la Cerámica" de José C. Paz) siempre fue primera en todo. Fue a la primera que le vino, estrenando la toallita Modess que nos regalaron en sexto grado, después de un video de la primera menstruación. La primera que usó corpiño; mientras que todas andábamos con incipientes botoncitos, ella ya usaba talla 90. Fue la primera que se animó a depilarse las piernas, pionera que abandonó el agua oxigenada para aclararse los pelitos. La primera que habló de los besos misteriosos de lengua y nos enseñó la técnica en el baño de la escuela besando su imagen en el espejo o haciendo un huequito con el puño de la mano. Y la primera que se enteró cómo era el asunto de coger y nos avivó al resto, cuando apareció en el recreo con una revista porno que le robó al hermano.

Meche no era una divinura, pero los varones estaban locos por ella. En séptimo ya ostentaba un glorioso par de tetas y un culo endemoniado que lucía con orgullo. En las clases de gimnasia, los chicos se peleaban por estarle detrás  y disfrutar la función de ver cómo se  agachaba para hacer flexiones. Lo mismo a la hora de jugar al elástico, el público masculino aplaudía en cada salto que dejaba al descubierto los muslos y hasta podían apostar el color de la bombacha.

Crecimos juntas. Un secundario mixto, efervescente de hormonas, nos aguardaba y de nuevo un sinnúmero de pretendientes haciendo fila para ganarse su corazón como máximo trofeo, o un beso, una apretada, o algo.
Pero Meche era arisca con los hombres. En las tardes de sábado cuando nos juntábamos en los preparativos del baile nocturno, confesaba que solo se iba a entregar a quien verdaderamente lo mereciera. Entre esmaltes de uñas, medias red, tocas para alaciar los rulos y plataformas de corcho, nos hacíamos las mujeres fatales y fantaseábamos con los lentos y la invitación a chapar en los reservados.

A Meche le encantaba provocar y lo hacía con una displicencia inimitable. Pasábamos en grupo delante de los pibes y su delantera bamboleante los dejaba paludos a todos. Ni hablar del pantalón blanco ajustado que dejaba marcada una tanga mínima, en lo posible de color negro.

La mayoría dejamos de ser vírgenes antes de los veinte, pero ella se negaba con firmeza. Obviamente le sobraban oportunidades de todos los colores y dimensiones, pero no aflojaba en su convencimiento de que la ocasión todavía no había llegado. "Meche, dejate de joder. ¿Cuándo le vas a ver la cara a Dios?" "Mirá que se te está pasando el cuarto de hora eh" "Con ese lomo ya me hubiera volteado medio Campo de Mayo". Ningún argumento la persuadía.

Algunas se casaron, ya rondábamos los treinta y Meche conservaba su belleza intacta, tanto como su himen. Conoció por aquel entonces a un muchacho que decía ser abogado (más tarde nos enteramos que a gatas era martillero) y que reunía según ella las condiciones para hacerla debutar. Alfonso se llamaba y la verdad que era bastante feo. Alto y desgarbado, andaba siempre de traje y estacionaba todos los jueves un 128 usado frente a la ligustrina de su casa.
Nos agarrábamos la cabeza pensando que Meche tenía que haber enloquecido de golpe para revolcarse con un tipo así. O que tenía años de calentura guardada y estaba por explotar como una olla a presión, de ahí el criterio equivocado para elegir candidato.

El encuentro fue una tardecita de abril, mientras la madre no estaba en la casa. Seguramente se había ido a jugar a la canasta y empedarse con licor de huevo a lo de alguna vieja del barrio.
Lo cierto es que el cuadro fue dantesco. Un metro noventa de hombre en estado de excitación furiosa, avanzó sobre ella casi sin pedir permiso. Un despropósito de brazos y piernas desparramado, adueñándose de sus carnes blancas y castas. Apenas unos minutos de manoseo, algunos revoleos de prendas y un miembro que se incrustó, como quien intenta meter un torpedo en un cargador calibre 22. De prepo.
Meche ahogó un quejido. Lo sintió bombear un instante y clavó sus uñas coral en las palmas de sus propias manos. Recordó vaya a saber cómo, haber visto alguna película donde la mujer gritaba al alcanzar el clímax y aunque ni por las tapas acabó, quiso darle ese broche de oro al desenlace. No hizo falta. Apenas afinó para cantar el orgasmo fingido, el estúpido ya estaba afuera, sudado y jadeante.
Final de la partida. 
Se vistieron. Alfonso se retiró en medio de un silencio de velorio. Meche quedó sola y ordenó como pudo el escenario de la tragedia.

Buscó su diario íntimo y se sentó a escribir. Antes colocó un almohadón para amortiguar el impacto contra la silla, que adivinó doloroso.
"Querido diario: hoy he dejado de ser una niña para transformarme en mujer. El hombre de mi vida se ha llevado amorosamente mi más preciado tesoro. Fue tal cual lo soñé, bello y delicado. Me siento plena y feliz. Voy a recordarlo por siempre. Ahora dejo de escribir porque llega mi madre". Cerró las páginas al tiempo que la puerta del hall se abría, "Hola querida, recién me cruzo con tu novio, qué pasa que tenés esa cara?"
Con la mirada sombría y una mueca de tristeza murmuró: "Nada mamá. Creo que Alfonso y yo rompimos. Rompimos con todo".

miércoles, 20 de abril de 2011

Charquitos

Se limpió los labios con una servilleta de papel y sin grandes gestos, pidió disculpas y se levantó de la mesa. El nudo en la garganta comenzaba a doler y los ojos se le humedecieron. Abrió la puerta del baño con delicadeza, buscó la llave de luz y se encerró con traba. Casi sin ruido, bajó la tapa del inodoro y se sentó. Justo comenzaron a caer las primeras lágrimas; pesadas, grandes y saladas.
No le gustaba llorar en público porque inmediatamente la nariz, las cejas y la boca se le ponían coloradas. Pero si había que llorar delante de la gente, lo hacía y nada mal.
No se lamentaba ni sollozaba. Sin hablar, sentía dos surcos calientes que ordenaditos caían dibujando líneas en sus mejillas. Apenas quizás un leve temblor en el mentón.

Lloraba por tantas cosas.
De chica su familia, ese raro clan de personas a veces tan ajenas a su mundo, se reía de su llanto. "Cómo vas a llorar cuando te cantan el feliz cumpleaños!". "Por qué llorás cuando te aplauden!" "Ya estás moqueando otra vez!".
Lo cierto, es que esa niña de ojos enormes, tenía la hermosa habilidad de formar delante de sus pies, charquitos de lágrimas. Espejos perfectos, redondos y brillantes.
Las pestañas tupidas y mojadas se le oscurecían y delineaban encantadoramente una mirada triste y profunda.
El desamor, la injusticia, las frustraciones. Los aplazos, los engaños, las derrotas. La muerte, el desencanto, la soledad. La impotencia, el maltrato, el dolor. Un inmenso abanico de razones para llorar.

Y creció. Ahora aparentaba ser una mujer madura, centrada y segura. Con control sobre su vida, con paso decidido. Con la palabra justa, equilibrada, prestando ayuda, serenando espíritus. Calmando angustias de otros, apuntalando hijos, marido, amigos, pacientes.
Pero de vez en cuando, como esa noche, se desprendía de esa mujer, abría aquel abanico y dejaba escapar algún motivo, una causa, algún pretexto. Volvía la niña ahora, con sus pestañas, con su mirada, con sus charquitos y su temblor, pero sin nadie que se riera de ella.