( ... y el día veintiuno, anidarás ...)
Hubo un tiempo en que no pude medir el tiempo. Donde las palabras sonaban en mi mente,
más nunca pude pronunciarlas.
Un encierro apretado y tibio sin ventanas y sin sol.
El espacio justo para acomodarme apenas y adormecerme en un sueño rojo y ebrio.
Voces lejanas llegaban desde el otro lado, ese que no logré ver; pero ninguna me llamaba.
Y es que no tenía nombre y es que tampoco eso me inquietaba.
Era conformarme con un abrazo intenso y húmedo. Y el arrullo de mis tambores mezclado con otros más suaves, en una bella melodía sincopada.
La calma sin sobresaltos, en ese tiempo sin tiempo.
Algo sucedió.
Abrí los ojos y vislumbré mis dedos, pequeños y arrugados; los llevé a mi boca y toqué mi lengua. Un sabor amargo fue el primer anuncio. Luego me invadió un mareo, mis párpados cayeron. Casi no escuchaba mis tambores y el dolor y la angustia se perdieron en un grito que no pude dar.
"Bujías" fue la última palabra. Y el momento llegó aún sin que yo fuera a buscarlo.
Las bujías abrieron la puerta de la calma. Alguien presionó y un cuerpito exánime y sin nombre salió a la luz blanca y fría y pasó de mano en mano. Sin emoción, sin lágrimas. Un silencio de voces, salpicado de metales y un espacio vacío de cuerpos y de almas.
Morir antes de nacer.
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