sábado, 19 de febrero de 2011

Escapada

Y te prometí silencio
y guardé las palabras
y dormí los recuerdos
y oculté nuestras charlas.
Acuné ese momento 
(único) en mi memoria, 
clandestino, secreto,
de cuerpos que se abrazan.
El tiempo de tu almuerzo,
se consumió entre sábanas
y tu traje a un lado
mi cartera y mi falda.
Revuelo de caricias,
tu sudor en mi cara,
y tus ojos, mar verde,
minutos que volaban.
Y no nos despedimos,
no nos dijimos nada.
Fue el regreso a la vida,
prolija y ordenada.

jueves, 10 de febrero de 2011

José y por ese palpitar (Nueva versión de mi cuento "Los sueños de José" perdido en una mudanza)

El sol se filtraba apenas por la ventana, dibujando líneas en la pared. Aunque faltaba un rato para que sonara el despertador, José ya no dormía pero tampoco abría los ojos. Escuchaba los ruidos familiares que venían de la cocina: el trajín de su viejita preparando el desayuno, los cacharros en la bacha, la radio prendida. Podía adivinar lo que sucedería en minutos, la puerta del cuarto abriéndose y doña Irma diciendo "Apurate, ya es hora; compré fatura, conseguí churros y el diario".

Lo de siempre. Un empleo gris, el horario, el viaje en tren, el centro. "De la casa al trabajo y del trabajo a la casa" dijo Perón mucho antes de que se transformara en una regla inquebrantable para José. 
Ya pisaba los cuarenta y todavía vivía con su madre (por comodidad, porque no tenía otro lugar o porque no se había animado a dejarla sola y hacer su vida). Salvo los viernes de truco y vino en el boliche de la esquina, su vida no tenía otro color.

Llegó a la estación diez minutos antes como siempre y allí la vió.
Una muchacha. Común y corriente. Igual a otras. Pero él creyó que el tiempo se detenía. Era mágica, etérea, como un ángel que no tocaba el suelo.
¿Será del barrio? ¿Cómo no la había visto antes? ¿Dónde bajará?. Preguntas que se escabulleron como una laucha, apenas ella se sintió observada y le regaló una mirada. José disimuló torpemente, escondiéndose detrás del diario. Llegaba el tren y subieron en vagones distintos.

Los días corrieron y nunca cruzaron una sola palabra. Él esperaba el instante en que por extraño sortilegio su lengua se desdoblara y pudiera iniciar una charla.
Imaginó a su amada de mil modos, siempre sublime e irreal. En sus brazos, después de salvarla como un heroico caballero de algún peligro mortal. O corriendo a su encuentro en un campo de briznas. O desnuda para él, apenas cubierta de pétalos de rosas. 
La campana de la barrera lo sacaba de sus fantasías.

Tomó la firme decisión de hablarle una mañana. Saltó de la cama más temprano que nunca y ensayó frente al espejo expresiones, tonos de voz, discursos. Se peinó para atrás, para el costado. Se probó camisas y notó con pena que todos los cuellos estaban gastados.
Tenía tanto entusiasmo que desbordaba sonrisas. Se bañó, se afeitó y se regó con esa colonia herencia de su padre. Un botellón de La Franco Inglesa, abandonado por años y de dudoso color.
A por ella. Se sentía como adalid en brioso corcel. Compró un ramo de fresias (¿le gustarían?) y se lanzó a la hazaña.
Raro. No estaba en el andén. Sin perder la esperanza, subió al tren. Su figura alta sobresalía del resto de las cabezas. Buscó con ansiedad, el sudor le bajaba por la espalda y el corazón le palpitaba en la garganta.
Y la encontró. Encantadora, con ese halo de misterio que lo conmovía. Estaba sentada y con la mirada perdida en la ventanilla. Avanzó hacia ella, sin pedir permiso, empujando pasajeros y con una mueca de desesperación en el rostro. Llegó con el ramo desordenado y las palabras a punto de caer de su boca.

Fue todo uno. Al tiempo que le extendía las flores y le declaraba "Hola, hacía rato que quería decirte que sos hermosa"  ella se besaba con el hombre que tenía al lado. La tierra, injusta por cierto, se lo tendría que haber tragado y luego vomitado exactamente en el infierno, pensó.

Lo siento José, otra vez será.













miércoles, 9 de febrero de 2011

Pancho

Pancho no conoció otro nombre más que ese.
Su recuerdo se perdía allá lejos, cuando buscaba comida en un basural, cerca de la estación de Caseros. Allí triunfaba el más fuerte, el que no le hacía asco a nada, el que tenía más hambre. Con un poco de suerte algo conseguía y si no, se iba con la panza vacía.

Alguna vez supo de un hogar, de un plato diario, de una mamá protectora y del juego con hermanos, pero tratar de evocar el instante en que fue despojado de todo eso, se le hacía imposible.
Sólo imágenes. Crecer en la calle, rebuscarselá en la intemperie, aprender a ganarse el respeto de otros, desarrollar el instinto ante el peligro, desconfiar y tomar distancia de extraños. Una batalla dura que libraba todos los días para mantenerse, salpicada por efímeros momentos de felicidad: los amores de barrio, la libertad de andar a cualquier hora, la gente amiga que ya lo conocía y lo palmeaba. Caricias para el alma.

Los años pasaron. Ahora viejo y con paso cansino caminaba las tranquilas callecitas de Santos Lugares, su última parada. 
Y fue una noche hermosa la de la despedida. Cerca de las vías del San Martín, ahí donde los crotos como él se sentaban a tomar y  a olvidarse de la miseria, Pancho se abandonó en el pasto, agotado.
Pero antes, le ladró a la Luna.

(Homenaje a Pancho, el perro de la Iglesia de Lourdes)