miércoles, 3 de julio de 2013

Augurio

Cuando era chica, sabía que me iba a morir. Sí, ya sé. Todos sabemos que nos vamos a morir. Pero yo sabía cuándo. Tenía un augurio en la cabeza que me miraba, como una marca de nacimiento, quieto, y me decía "te vas a morir a los 32 años".
Nunca se lo confesé a nadie. Mientras, la niñez se me escapó de la vida, entre bancos de escuela y veranos mustios y cada tanto, no siempre, me aparecía esa señal. No me asustaba. Me quedaba un rato suspendida en el pensamiento, hasta que alguien me sacaba de ese instante.
"32 años".
Viví con una sensación de apuro hasta los 30, como queriendo llegar a ese turno pedido con mucha anticipación y a partir de ahí, comencé a fabricar el luto de mi propia muerte. Me volví una sombra pequeña y silenciosa.
Pensaba en después. En el después. Como si la muerte tuviera intención de llevarme lúcida. Necesitaba saber qué era morir. Cómo era el pasaje. Me imaginaba un momento igual al que transcurre entre la noche y el amanecer; el cambio de color del cielo paulatino, hasta que un sol furibundo te deja con los ojos llenos de luz y lastimados.
Los últimos dos cumpleaños no los festejé. Tampoco las navidades ni los finales de año. Empecé a despedirme unos dos meses antes de los 32. Llamé gente que hacía tiempo no veía. Invité a mi madre a una cena especial. Renuncié a mi trabajo. Ordené mi casa, lavé mi ropa, limpié los pisos. Pagué las cuentas, vacié la alacena, tapé los muebles con nylon. Una semana antes desconecté el teléfono y bajé las persianas. El día se acercaba.
La noche anterior, tendí mi cama con sábanas limpias. Era un viernes. No cené, no vi televisión ni escuché la radio. Fui hasta la cocina y miré el calendario. Un círculo rojo encerraba el 17 de marzo de 1998.
Suspiré. Los suspiros son para dejar escapar emociones. Creo que fue alivio, no estoy segura.
Me acosté. Como siempre, Esteban, mi gato, se acomodó a mis pies con ese motorcito de afecto y satisfacción nocturnos. Lo eché. Me miró sin entender (sin entender a mi parecer) y se bajó con el impulso de una patada. Quería estar sola.
Me tapé prolijamente y cerré los ojos. Sentía los latidos de mi corazón tan fuertes que se confundían con los ruidos de afuera. Estaba tan viva que dudé un poco de la profecía.
Cómo morirse estando tan viva. No sé. Ya no era problema mío.
Pensé que una figura oscura iba a ingresar por la puerta del dormitorio y se iba a sentar a mi lado. Que iba a tomar mi mano y contarme cuál era mi destino. Pensé que iba a sonreirle sin temor y me iba a dejar llevar adonde fuera, sin resistirme. Me dormí.
Esteban me despertó lamiendo mi cara. Me senté en la cama, desconfiando. Estaba ahí, con mis huesos y mi carne. Con mi olor, con mi pulso.
El gato insistió con cabezazos y ronroneos. Él no estaba enterado de vaticinios, salvo el que se desprendía del preparativo de la cena, para cobrarse un trozo de carne.
Algo había fallado, estaba segura. Corrí a la cocina con Esteban por detrás cazando mis tobillos. 17 de marzo. La fecha estaba bien. Pensé que quizás la muerte se había demorado y que durante el día pasaría a buscarme, como un novio impuntual.
Me quedé puteando un rato. Me sentí frustrada; al fin y al cabo a nadie le gusta prepararse para nada.
Pasé el resto de mi cumpleaños número 32 esperando, atenta. Respiré todo el día sin novedades y no vi amenaza de dejar de hacerlo. Me miré en el espejo del baño para comprobar si seguía existiendo y ahí estaba yo, con la vida aún puesta.
La noche volvió a hacerse. Aposté alguna esperanza en esas últimas dos horas. Como una mujer despechada, lloré dos o tres lágrimas de fracaso y cerré mi puño para golpearlo en mis rodillas.
Cuando todo era desencanto, sonó el timbre. Me sequé las lágrimas con el dorso de la mano y con un secreto anhelo acomodé mi ropa y fui a atender. Era mi vecina, para pedirme unos saquitos de té. Cerré la puerta, vencida.

Después recordé. La muerte nunca toca la puerta.