lunes, 27 de diciembre de 2010

Abuela Eme

Disfruté a mi abuela poco tiempo. Sólo los veranos podía vivir la aventura de viajar en micro la friolera de 1200 km para llegar a su casa. Viajes coloridos, paisajes que no quería perderme casi sin pestañear y abrazada a una muñeca patas largas.

La abuela M. me recibía con los brazos abiertos y entonando un "mi chiquitaaaaa" largo y cariñoso. Era solo verla y transformarme en su sombra.
Me encantaba meterme en su reino de aromas a sopa y pan de anís por las mañanas y tortas de manzana y canela por las tardes. Todo me deslumbraba: su batón floreado, sus manos arrugadas como papel crepé, sus sábanas antiguas de hilo, pesadas y con bordados mínimos, su parra con uvas blancas que comíamos a la noche, sentadas en sillones de mimbre que sacábamos a la vereda. 
Ella era un remolino desde el amanecer. Amasaba, regaba el jardín, cosía en su Singer a pedal, atendía el negocio de "todo suelto", cruzaba a la vía a buscar berro o algún yuyo para el mate o el dolor de panza.
Pendiente de mis antojos, como el quesillo con azúcar o de mis preguntas como aquella de "por qué los cerros se ven azules desde la ciudad y verdes cuando nos acercamos" (entre nos, a esa creo que nunca le conocí respuesta).
Mi abuela me jugaba al chinchón o a la escoba, con un mazo viejo y de dudosa cantidad de cartas y se reía con todo el cuerpo y fruncía los ojitos, claro indicio de que me había hecho trampa. Un placer.

Pero la siesta y la noche, me traían a la abuela que esperaba. 
La del camisón con volados, la que sintonizaba en la Spika  alguna emisora con música romanticona, para disponerse a leer las "Corín Tellado". Tenía una pila de esas novelitas acomodada prolijamente en su mesa de luz.
Al cabo de un rato, se quedaba dormida con los lentes puestos y yo volaba a a arrebatarle con suma delicadeza ese precioso tesoro: un librito con escenas de amor casi oníricas para mis pocos años y plagado de palabras cursis y melosas que yo adoraba.

Después de dos meses de alegría plena, abuela M. llenaba mi bolso de regalos (como si hubiera hecho falta para recordarla) y me despedía con la carita triste y húmeda hasta el próximo verano.

Algún día ella también se fue. Una multitud le dijo adiós, porque era la abuela de todos. Sé que anda por ahí, macaneando, haciéndo trampas vaya a saber a quién, riéndose con todo el cuerpo.


domingo, 26 de diciembre de 2010

Palabras

Me hice amiga de las letras mucho antes de lo que los mayores consideran "normal". Con un cuerpito diminuto de tres años, me tiraba al suelo a explorar un abanico de diarios y revistas, palabras y más palabras, distintas tipografías y colores me seducían, me invitaban, me hablaban.
Y leí.
Parientes que aplaudieron por tan temprano logro y otros que me atiborarron de muñecas "Rayito de Sol" y juegos con tacitas de té, para que "hiciera cosas de la edad".
Debo reconocer que la primaria me aburrió un poco. Mi deleite por leer me llevaba a curiosear todo lo que caía en mis manos y así "sabía de más". Me compraron la colección entera Robin Hood, Juan Salvador Gaviota, Mi planta de naranja lima, El principito, los libros de la Walsh y de Quiroga. Devoraba todo. Más tarde los libritos del Séptimo Círculo, Chase, Poe, Chandler, Bradbury, Asimov. 
Historietas se mezclaban con diccionarios enciclopédicos; novelas con revistas de crucigramas.
Largas noches de calor, sin ventilador y con colchones en la terraza y mi mamá buscando conmigo palabras raras para deletrearlas o largas para desarmarlas y formar otras. Hasta que llegaba el sueño.

Escribir también me gustaba, pero escondía mis producciones por una vergüenza galopante que siempre me persiguió (para todo) y por mi constante pelea con los errores de sintaxis.
Redactaba las famosas composiciones escolares con facilidad, de ahí a exámenes escritos con 10 de nota, no tanto por lo que sabía, sino por la "encantadora" forma de escribir (profesora Martínez, gracias), trabajos prácticos, monografías, cuentos sin publicar, etc.
Pero lo que más recuerdo son las cartas de amor.
Cartas que escribía no para mí. Lo hacía para compañeras y amigas a pedido. Declaraciones ardientes a los apurones en hojas Rivadavia. Palabras destinadas a hombres que no conocía, pero a los que tenía que enamorar impúdicamente en no más de treinta renglones.
Venían de otras divisiones, como quien va a pedirle a un santo un favor. Hacía un breve interrogatorio sobre el destinatario, para imaginarlo y me largaba a la producción de la más tierna y cautivante (aunque corta, hablamos de un recreo) novela.
El resultado era muchas veces satisfactorio. Calculo que varias señoritas habrán perdido su virginidad a partir de mis cartas.

Y la era del blog llegó, para seducirme también.
Voy a tratar de volcar algo de mi vida. Si no lo logro, simplemente avisen.