"... y la locura no estará en nosotros al dejarlos solos?" (F.B.)
Conocí a Lucrecia a fines de los noventa, cuando comencé a trabajar como enfermera del turno mañana en la clínica "Los Cipreses". Ubicada en pleno barrio Norte, se trataba de una coqueta edificación de estilo francés y que antiguamente funcionó como petit hotel.
Un conjunto de veinte habitaciones amplias con techos altos, conservaba algunos detalles de la construcción original, como los herrajes de bronce, finas molduras en las puertas de doble hoja y un patio interno con una fuente de ángeles en el centro. Imaginé la tristeza de reemplazar los pisos, quizás de roble, por otros de fácil limpieza aptos para un centro de salud o cambiar las exquisitas luminarias, tal vez ostentosas arañas con caireles de cristal, por frías luces de neón.
Lucrecia (no era su nombre verdadero, pero respeté su deseo de llamarse así), tenía más de ochenta años y se notaba que había sido una bellísima mujer en su lejana juventud. Lo era aún. De estatura mediana , delgada, cabello corto y cano y ojos pequeños e inquietos de un celeste profundo.
Su rostro estaba surcado, tallado diría, por incontables y suaves arrugas que le otorgaban un encanto especial. O era su eterna sonrisa que me recibía cuando entraba con la medicación de la mediamañana.
La encontraba todos los días cerca de la ventana, enfundada en su elegante bata azul, acariciando el cortinado blanco o descorriéndolo, generando un golpeteo entre las argollas de madera que lo sostenían de un lustroso barral.
Horas de pie, mirando la vida pasar del otro lado.
- "Vení ... acercate. ¿No es hermoso?"
Todo la animaba. La gente caminando apurada, el ruido de los autos, el viento formando remolinos caprichosos. Miraba el cielo, adivinando semejanzas con las nubes y adoraba los días de lluvia, cuando los chicos jugaban a pisar charcos y a enojar madres. O los de frío, para dibujar figuras con su fino índice sobre el paño.
Más de una vez la sorprendí balanceándose de un lado a otro, sin moverse del lugar, en una suerte de baile cuya música yo no llegaba a percibir.
-"Lucreciaaa ..." la retaba con cariño.
-"¿No escuchás la música? Viene de afuera."
Y es que esa ventana era su única conexión con el mundo. Nadie la visitaba, no participaba de las actividades lúdicas de la clínica y tampoco se interesaba por las películas o por la lectura.
Sólo su ventana. Ese pasaje mágico al exterior. En ocasiones tocaba el vidrio como esperando que se fundiera, que desapareciera y poder así sacar su mano.
-"Vení, mirá ..." Me aproximaba con paciencia. Una pareja de jovencitos se besaba en la esquina.
- "Así me besaba mi Luis". Era el instante en que buscaba las cartas de amor. Olvidaba que no estaba en su casa, me preguntaba dónde estaba el baúl con sus recuerdos. Se angustiaba, se agitaba. Hasta que se daba cuenta de su condición y repetía entre dientes, a modo de consuelo, que faltaba poco para regresar a su hogar.
Pero Lucrecia nunca volvió.
Una mañana la encontré acostada. Raro, pensé. Me senté a su lado; noté que murmuraba fastidiosa.
-"Otra vez no pude ver amanecer". Cada tanto me contaba que quería descubrir el momento exacto en que el negro de la noche se transformaba en el azul previo al alba. "Siempre me distraigo" protestaba, "O me duermo" refunfuñaba.
Traté de alentarla, mientras le acercaba la píldora a la boca. Me hizo un gesto de desagrado y apartó su cara.
-"Abrí los postigos" me dijo.
- "Lucreciaaaa ...." la regañé dulcemente.
- "Abrí los postigos te digo, corré las cortinas". Me puse seria y el corazón se me aceleró.
- "Lucrecia, las cortinas están corridas".
- "No me mientas, está oscuro".
Dejé el vaso con agua a un costado y una pena gigante mordió mi garganta.
Atiné a agarrarle la mano, estaba un poco fría. Me la apretó levemente. Intuía el final.
- "Sabía que era mi día. Hoy vuelvo a casa". Sonrió, creo. Y soltó mi mano.
Nunca extrañé a nadie así. A partir de allí, prometí detenerme a diario cinco minutos en esa ventana. A tratar de mirar como lo hacía ella, a hallar algo nuevo. A esperar algo nuevo. Desde su lucidez, desde su soledad.
Muy bello poder percibir lo mágico dentro de lo cotidiano.
ResponderEliminarsaludos
No es necesario escribir un verso tras otro para hacer poesía. Me imagino que Lucrecia debe andar por allí afuera, ojalá que con su Luis. Y seguramente, durante cinco minutos al día se detiene frente a la clínica y mira a esa ventana. Sensibilidad pura. Me gustó.
ResponderEliminarNayla, bienvenida!
ResponderEliminarGracias por tu comentario. Será cuestión de ejercitar nuestra mirada. Yo trato de hacerlo a veces; aprendí un poquito de los chicos, ellos tienen ese poder también.
Saludos!
Anecdos querido:
ResponderEliminarHermoso comment. Vaya a saber cuántas Lucrecias andan por ahí. Cuánta gente (loca? sola?) con un mundo bello en su interior.
Tus palabras son una caricia para mi blog.
Abrazo!
Hola,
ResponderEliminarNos gustaría publicar este post en "Oblogo" (www.oblogo.com). Si te interesa, escribime a vanesa@oblogo.com
Un beso,
Vanesa