Ese día el mar gessellino se despertó caprichoso y se encrespaba haciendo picos blancos. Sabíamos sin mirar la bandera que meternos al agua nos estaba vedado, aunque de vez en cuando dirigíamos una tierna mirada de ruego al bañero para que nos permitiera ir a jugar con los barrenadores.
El hombre, de tostado perenne, desde su trono alto nos hacía un "no" definitivo con la cabeza y volvíamos resignados a lo nuestro.
El viento se empeñaba en entrelazar mis rizos negros con su pelo dorado.
Sentados, casi en silencio, construíamos bajo su dirección meticulosa, castillos gloriosos con torres perfectas, donde treparían valientes caballeros imaginarios y ventanitas mínimas desde las que princesas cautivas pedirían auxilio.
Compartimos muchos veranos así, inseparables.
Alumna aplicada, aprendí infinidad de proezas, instruída por un maestro experimentado que me superaba en unos cuatro años.
Yo obedecía encandilada por sus conocimientos y me esforzaba para mejorar mi técnica de lanzamiento de piedras planas con efecto, para lograr múltiples rebotes en el mar; cómo dar vuelta rápidamente las terribles y peligrosas aguavivas sin que me piquen; esperar las olas en el lugar exacto y evitar el golpe; cazar almejas, rodar cuesta abajo por los médanos, cavar los mejores pozos y hacerlos refugio para quedarnos horas.
Le martillaba la paciencia con mis preguntas curiosas.
Mi amigo caminaba unos pasos más adelante, juntando caracoles y yo embocaba mi pisada en la huella que él iba dejando.
¿Por qué el cielo es azul? ¿Por qué mis pies se hunden? ¿Las gaviotas flotan en el aire? ¿La uña de gato es de gato?
Se daba vuelta con su sonrisa inmensa y me tiraba un poco de arena para hacerme callar.
Así nos vimos crecer hasta bien entrada la adolescencia.
Con otros cuerpos y confundidos, no nos animamos a transformar esa amistad en algo más.
Como si gustarse hubiera sido un juego con reglas desconocidas, preferimos no jugarlo y quedarnos a vivir dentro de aquellos castillos mágicos e infantiles.
Un día nos separamos.
Veinte años después, grata y sorpresivamente se produjo el reencuentro.
Él había elegido una carrera de ciencias exactas y yo me dediqué a una de ciencias médicas.
Retomamos una historia que nunca olvidamos; nos hicimos confidentes de fracasos y de penas íntimas, riéndonos de los errores cometidos. Nos apoyamos mutuamente en los proyectos quijotescos. Supimos de trampas clandestinas absolutamente secretas y nos desnudamos el alma en cada charla.
Soltamos el "te quiero" más sincero y profundo y nos decretamos necesarios el uno al otro.
Aunque los compromisos no nos dejaba vernos muy a menudo, nos despachábamos cada tanto de las novedades, con música, alcohol y cigarritos alegres.
Fantaseamos con llegar a viejos y caminar del brazo por las mismas playas que abandonamos de chicos.
Pero no pudo ser.
El impacto fue tremendo. Igual a caer maniatada por una escalera interminable.
La noticia que negué, marcando su número esperando que me atendiera. Las lágrimas que no cayeron de la bronca impotente.
Ahora si para siempre, una mujer (la más seductora y perversa) le acarició el rostro y se lo llevó de la mano.
No pude entender, pero la promesa de eternizar nuestro vínculo, se rompió sin remedio y sin piedad.
Intenté reconstruir con detalle la última conversación, buscando tal vez la frase de la despedida.
Hablábamos del amor, de las mentiras, del desencanto y de darse una nueva oportunidad.
Entonado con un Malbec, bajó la voz, entrecerró los ojos y se dispuso a develar algo muy oculto: "Morocha, no sé de qué nos quejamos ... Hacemos la cruz y a la semana nos vemos en una nueva ..."
Ahí estaba, sonreí tranquila. Esas eran las palabras, el bálsamo que suavizaba mi tristeza por no haberle dicho adiós a tiempo.
No sé ni cómo, ni cuándo, ni dónde, pero estoy segura que "nos vamos a ver en una nueva".
Buen viaje, amigo mío.
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