El sol se filtraba apenas por la ventana, dibujando líneas en la pared. Aunque faltaba un rato para que sonara el despertador, José ya no dormía pero tampoco abría los ojos. Escuchaba los ruidos familiares que venían de la cocina: el trajín de su viejita preparando el desayuno, los cacharros en la bacha, la radio prendida. Podía adivinar lo que sucedería en minutos, la puerta del cuarto abriéndose y doña Irma diciendo "Apurate, ya es hora; compré fatura, conseguí churros y el diario".
Lo de siempre. Un empleo gris, el horario, el viaje en tren, el centro. "De la casa al trabajo y del trabajo a la casa" dijo Perón mucho antes de que se transformara en una regla inquebrantable para José.
Ya pisaba los cuarenta y todavía vivía con su madre (por comodidad, porque no tenía otro lugar o porque no se había animado a dejarla sola y hacer su vida). Salvo los viernes de truco y vino en el boliche de la esquina, su vida no tenía otro color.
Llegó a la estación diez minutos antes como siempre y allí la vió.
Una muchacha. Común y corriente. Igual a otras. Pero él creyó que el tiempo se detenía. Era mágica, etérea, como un ángel que no tocaba el suelo.
¿Será del barrio? ¿Cómo no la había visto antes? ¿Dónde bajará?. Preguntas que se escabulleron como una laucha, apenas ella se sintió observada y le regaló una mirada. José disimuló torpemente, escondiéndose detrás del diario. Llegaba el tren y subieron en vagones distintos.
Los días corrieron y nunca cruzaron una sola palabra. Él esperaba el instante en que por extraño sortilegio su lengua se desdoblara y pudiera iniciar una charla.
Imaginó a su amada de mil modos, siempre sublime e irreal. En sus brazos, después de salvarla como un heroico caballero de algún peligro mortal. O corriendo a su encuentro en un campo de briznas. O desnuda para él, apenas cubierta de pétalos de rosas.
La campana de la barrera lo sacaba de sus fantasías.
Tomó la firme decisión de hablarle una mañana. Saltó de la cama más temprano que nunca y ensayó frente al espejo expresiones, tonos de voz, discursos. Se peinó para atrás, para el costado. Se probó camisas y notó con pena que todos los cuellos estaban gastados.
Tenía tanto entusiasmo que desbordaba sonrisas. Se bañó, se afeitó y se regó con esa colonia herencia de su padre. Un botellón de La Franco Inglesa, abandonado por años y de dudoso color.
A por ella. Se sentía como adalid en brioso corcel. Compró un ramo de fresias (¿le gustarían?) y se lanzó a la hazaña.
Raro. No estaba en el andén. Sin perder la esperanza, subió al tren. Su figura alta sobresalía del resto de las cabezas. Buscó con ansiedad, el sudor le bajaba por la espalda y el corazón le palpitaba en la garganta.
Y la encontró. Encantadora, con ese halo de misterio que lo conmovía. Estaba sentada y con la mirada perdida en la ventanilla. Avanzó hacia ella, sin pedir permiso, empujando pasajeros y con una mueca de desesperación en el rostro. Llegó con el ramo desordenado y las palabras a punto de caer de su boca.
Fue todo uno. Al tiempo que le extendía las flores y le declaraba "Hola, hacía rato que quería decirte que sos hermosa" ella se besaba con el hombre que tenía al lado. La tierra, injusta por cierto, se lo tendría que haber tragado y luego vomitado exactamente en el infierno, pensó.
Lo siento José, otra vez será.
Me intriga mucho cómo era la primera versión. Y bueh, pobre José, esas cosas pasan más de lo que se cuentan, es porque los hombres somos unos dormidos que tardamos demasiado en ver las cosas...
ResponderEliminarLa primera versión era similar, quizás me detuve más en José alternando entre imágenes reales y de fantasía. Gracias por tu comentario.
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