domingo, 20 de noviembre de 2011

Silencio

"Ahora vas a saber lo que es el silencio", me dijo Pablo el guía de buceo, la vez que fui a Madryn y pagué para sentirme por un rato Jack Cousteau.
Sí, quizás sumergirme en el mar, en ese orden perfecto y natural, sea lo más aproximado a la idea de silencio y calma que conozca.

Ahora estoy en casa. Por las mañanas me encuentro sola en estos casi trescientos metros cuadrados apacibles, sin niños que corretean por ahí, ni ruidos de cocina en pleno ajetreo, ni teléfonos sonando. Ventanales abiertos, pájaros que trinan, algún perro chumbando y cada tanto autos que pasan por mi calle. No es aquel silencio de mar sereno; es otro que debiera darme, así descripto, tranquilidad. Pero no me sirve.

Camino descalza recorriendo ambiente por ambiente. Abro placares y veo todo bien. No está lo que busco.
Paso por la habitación de los chicos. Sonrío. El olor de mis hijos y los juguetes esperando por ellos, para vivir aventuras interminables que sólo ellos pueden inventar. Tampoco ahí encuentro lo que necesito.
Me detengo frente a la biblioteca. Mi mano va hacia ese estante, al medio. Inclino hacia afuera ese libro y lo libero de su encierro. El ritual de soplarlo para sacarle el polvo, sopesarlo y llevarlo a mi pecho. No sé si es un cálculo previo o magia, pero caigo en la página 90 y leo:

"... los errores son fragmentos que no encajan en conductas correctas, en valores aprendidos. Se van acumulando uno tras otro en un desván sucio y desprolijo. Miserias, deseos prohibidos, tropiezos, calvarios, estigmas que se encaraman, se entrelazan tapados apenas con excusas, disculpas o promesas de redención ..."

Caramba. Parece escrito por mí y para mí.
Cometo más errores que aciertos. En vano intento ponerles orden, abrirles juicio y pagar por ellos. Ningún silencio me ofrece calma porque son mis errores los que se empeñan en hacer ruido dentro mío. Y si resulta inútil repasarlos más aún el afán de acallarlos.
No soy la que creen. Soy la respuesta equivocada a lo que apostaron con esperanza. Una colección de fracasos que crecieron en burbujas de colores, un álbum de fotos oscuras y repetidas que me niego a quemar. Una balanza que se inclina del lado que más lástima da. Un carrousel que gira triste y vacío.
La moraleja de lo que no se debe hacer de una fábula que me leyeron mil veces.

Guardo el libro en el mismo estante y lugar. Cierro mi desván interno, sucio y desprolijo sabiendo que adentro persisitirán el desorden y el ruido. 
Tal vez exista el silencio que habrá de sosegarme. Todavía no ha llegado. Todavía no.


jueves, 10 de noviembre de 2011

Sueño rojo

                                                                                ( ... y el día veintiuno, anidarás ...)

Hubo un tiempo en que no pude medir el tiempo. Donde las palabras sonaban en mi mente,
más nunca pude pronunciarlas.
Un encierro apretado y tibio sin ventanas y sin sol.
El espacio justo para acomodarme apenas y adormecerme en un sueño rojo y ebrio.
Voces lejanas llegaban desde el otro lado, ese que no logré ver; pero ninguna me llamaba.
Y es que no tenía nombre y es que tampoco eso me inquietaba.
Era conformarme con un abrazo intenso y húmedo. Y el arrullo de mis tambores mezclado con otros más suaves, en una bella melodía sincopada.
La calma sin sobresaltos, en ese tiempo sin tiempo.


Algo sucedió.
Abrí los ojos y vislumbré mis dedos, pequeños y arrugados; los llevé a mi boca y toqué mi lengua. Un sabor amargo fue el primer anuncio. Luego me invadió un mareo, mis párpados cayeron.  Casi no escuchaba mis tambores y el dolor y la angustia se perdieron en un grito que no pude dar.

"Bujías" fue la última palabra. Y el momento llegó aún sin que yo fuera a buscarlo.


Las bujías abrieron la puerta de la calma. Alguien presionó y un cuerpito exánime y sin nombre salió a la luz blanca y fría y pasó de mano en mano. Sin emoción, sin lágrimas. Un silencio de voces, salpicado de metales y un espacio vacío de cuerpos y de almas.

Morir antes de nacer.






viernes, 4 de noviembre de 2011

Un paso más

Nos roza más de una vez. 
Parientes, vecinos, compañeros, amigos. Enfermedades, accidentes, crímenes. La muerte y sus variantes de color para llevarse a alguien.
Dicen que nadie está preparado, pero la fantasía que gira alrededor del asunto de alguna forma nos pone alerta. Algunos piensan que lo mejor sería irse durante un sueño, así "sin darse cuenta", la mayoría le teme al dolor propio, al largo sufrimiento. "A mi que me desconecten" "No quiero que me vean así".
No se puede conformar a todos. La agonía lenta castiga pero avisa al que queda. El suceso trágico e intempestivo golpea sin tiempo suficiente para pensar y ponerse en guardia. Quedamos sujetos al azar, no sabemos cuál es el destino. Qué nos va a tocar a nosotros y a los demás.
Nos enseñan que la muerte es un episodio natural. Que es un paso más de la vida. Nos muestran la plantita para que comparemos: "Ves?, germina, crece, florece y muere" como si con eso aprendiéramos a elaborar justificaciones, recursos para entender que un día de un plumerazo nos sacan del mundo. "Fulano está en aquella estrellita" y miramos el cielo tratando de medir la distancia y de imaginar qué puede estar haciendo el fulano sentado ahí.
Y que los ángeles y las arpas. Y la velita a la abuela. 

Que lo normal es que se vayan primero los padres. Pero nadie resuelve qué hacer o qué decir cuando se va un hijo. Que el vacío es incomprensible cuando parte un amigo, porque imaginamos que ese grupo de a poco se irá desintegrando y quizás el próximo sea uno mismo. Que no somos nada o que dejamos algo.
Morir. 
Cuántas veces nos dijeron "No jodas con eso" "No hables así" cuando tocamos el tema. Porque más vale no hablar de algo que desconocemos o destapar la idea de que hoy estamos, pero no para siempre. 
"No quiero velatorio. A mí que me cremen. No lloren, pongan música. No quiero flores". Y nos mandan a la mierda con una risa nerviosa y nos cambian de conversación.
Todo lo que rodea al deceso es oscuro, pesado y penoso. Desde la noticia, el llanto, el ritual de la despedida hasta cada fecha de recordatorio. Un despliegue espontáneo de escenas repetidas.  

Yo digo que la muerte no ha de ser tan mala, porque de hecho vamos todos hacia ella. 
Y que el humor que a veces le otorgo es apenas el disfraz etéreo para quitarle la impronta del miedo. Por lo menos a mi muerte. 
 
Quizás la parte más difícil es que de adultos tengamos que explicar y dar respuestas a la lógica curiosidad de un niño. Trato de ser racional, de dar fundamentos, de no dramatizar y de contestar sólo lo que preguntan. Pero termino con la angustia de figurarme sin ellos o de
suponerlos sin mí. Y ahí el humor claudica. Y deseo que sea el último interrogante para aclarar, porque no me gusta esquivar el bulto y porque una lágrima ya amaga caer.
No somos poetas. Ellos tienen en su pluma la magia de utilizar la palabra "muerte" para el final de un amor y al mismo tiempo la esperanza y el milagro de revivirlo. 

Tal vez encontremos al menos, el consuelo tonto de creer que morir es vivir en el recuerdo.