"Ahora vas a saber lo que es el silencio", me dijo Pablo el guía de buceo, la vez que fui a Madryn y pagué para sentirme por un rato Jack Cousteau.
Sí, quizás sumergirme en el mar, en ese orden perfecto y natural, sea lo más aproximado a la idea de silencio y calma que conozca.
Ahora estoy en casa. Por las mañanas me encuentro sola en estos casi trescientos metros cuadrados apacibles, sin niños que corretean por ahí, ni ruidos de cocina en pleno ajetreo, ni teléfonos sonando. Ventanales abiertos, pájaros que trinan, algún perro chumbando y cada tanto autos que pasan por mi calle. No es aquel silencio de mar sereno; es otro que debiera darme, así descripto, tranquilidad. Pero no me sirve.
Camino descalza recorriendo ambiente por ambiente. Abro placares y veo todo bien. No está lo que busco.
Paso por la habitación de los chicos. Sonrío. El olor de mis hijos y los juguetes esperando por ellos, para vivir aventuras interminables que sólo ellos pueden inventar. Tampoco ahí encuentro lo que necesito.
Me detengo frente a la biblioteca. Mi mano va hacia ese estante, al medio. Inclino hacia afuera ese libro y lo libero de su encierro. El ritual de soplarlo para sacarle el polvo, sopesarlo y llevarlo a mi pecho. No sé si es un cálculo previo o magia, pero caigo en la página 90 y leo:
"... los errores son fragmentos que no encajan en conductas correctas, en valores aprendidos. Se van acumulando uno tras otro en un desván sucio y desprolijo. Miserias, deseos prohibidos, tropiezos, calvarios, estigmas que se encaraman, se entrelazan tapados apenas con excusas, disculpas o promesas de redención ..."
Caramba. Parece escrito por mí y para mí.
Cometo más errores que aciertos. En vano intento ponerles orden, abrirles juicio y pagar por ellos. Ningún silencio me ofrece calma porque son mis errores los que se empeñan en hacer ruido dentro mío. Y si resulta inútil repasarlos más aún el afán de acallarlos.
No soy la que creen. Soy la respuesta equivocada a lo que apostaron con esperanza. Una colección de fracasos que crecieron en burbujas de colores, un álbum de fotos oscuras y repetidas que me niego a quemar. Una balanza que se inclina del lado que más lástima da. Un carrousel que gira triste y vacío.
La moraleja de lo que no se debe hacer de una fábula que me leyeron mil veces.
Guardo el libro en el mismo estante y lugar. Cierro mi desván interno, sucio y desprolijo sabiendo que adentro persisitirán el desorden y el ruido.
Tal vez exista el silencio que habrá de sosegarme. Todavía no ha llegado. Todavía no.