La noche puta
se llevó tu estrella.
Se engalanó de sombras,
se fue con otro.
La viste pasar,
dejó su huella.
Y te quedaste
con los sueños rotos.
Mordela en el recuerdo,
furiosa y bella.
Con las manos vacías,
poco a poco.
Y no te guardes nada,
aunque no la tengas.
Los mejores amantes
son los locos.
Y si vuelve algún día,
sin ser ella;
sin su cuerpo, sin su piel,
sin su voz tampoco;
que la memoria te confunda
y mientras
amala a oscuras,
sin la luz del foco.
viernes, 25 de octubre de 2013
miércoles, 3 de julio de 2013
Augurio
Cuando era chica, sabía que me iba a morir. Sí, ya sé. Todos sabemos que nos vamos a morir. Pero yo sabía cuándo. Tenía un augurio en la cabeza que me miraba, como una marca de nacimiento, quieto, y me decía "te vas a morir a los 32 años".
Nunca se lo confesé a nadie. Mientras, la niñez se me escapó de la vida, entre bancos de escuela y veranos mustios y cada tanto, no siempre, me aparecía esa señal. No me asustaba. Me quedaba un rato suspendida en el pensamiento, hasta que alguien me sacaba de ese instante.
"32 años".
Viví con una sensación de apuro hasta los 30, como queriendo llegar a ese turno pedido con mucha anticipación y a partir de ahí, comencé a fabricar el luto de mi propia muerte. Me volví una sombra pequeña y silenciosa.
Pensaba en después. En el después. Como si la muerte tuviera intención de llevarme lúcida. Necesitaba saber qué era morir. Cómo era el pasaje. Me imaginaba un momento igual al que transcurre entre la noche y el amanecer; el cambio de color del cielo paulatino, hasta que un sol furibundo te deja con los ojos llenos de luz y lastimados.
Los últimos dos cumpleaños no los festejé. Tampoco las navidades ni los finales de año. Empecé a despedirme unos dos meses antes de los 32. Llamé gente que hacía tiempo no veía. Invité a mi madre a una cena especial. Renuncié a mi trabajo. Ordené mi casa, lavé mi ropa, limpié los pisos. Pagué las cuentas, vacié la alacena, tapé los muebles con nylon. Una semana antes desconecté el teléfono y bajé las persianas. El día se acercaba.
La noche anterior, tendí mi cama con sábanas limpias. Era un viernes. No cené, no vi televisión ni escuché la radio. Fui hasta la cocina y miré el calendario. Un círculo rojo encerraba el 17 de marzo de 1998.
Suspiré. Los suspiros son para dejar escapar emociones. Creo que fue alivio, no estoy segura.
Me acosté. Como siempre, Esteban, mi gato, se acomodó a mis pies con ese motorcito de afecto y satisfacción nocturnos. Lo eché. Me miró sin entender (sin entender a mi parecer) y se bajó con el impulso de una patada. Quería estar sola.
Me tapé prolijamente y cerré los ojos. Sentía los latidos de mi corazón tan fuertes que se confundían con los ruidos de afuera. Estaba tan viva que dudé un poco de la profecía.
Cómo morirse estando tan viva. No sé. Ya no era problema mío.
Pensé que una figura oscura iba a ingresar por la puerta del dormitorio y se iba a sentar a mi lado. Que iba a tomar mi mano y contarme cuál era mi destino. Pensé que iba a sonreirle sin temor y me iba a dejar llevar adonde fuera, sin resistirme. Me dormí.
Esteban me despertó lamiendo mi cara. Me senté en la cama, desconfiando. Estaba ahí, con mis huesos y mi carne. Con mi olor, con mi pulso.
El gato insistió con cabezazos y ronroneos. Él no estaba enterado de vaticinios, salvo el que se desprendía del preparativo de la cena, para cobrarse un trozo de carne.
Algo había fallado, estaba segura. Corrí a la cocina con Esteban por detrás cazando mis tobillos. 17 de marzo. La fecha estaba bien. Pensé que quizás la muerte se había demorado y que durante el día pasaría a buscarme, como un novio impuntual.
Me quedé puteando un rato. Me sentí frustrada; al fin y al cabo a nadie le gusta prepararse para nada.
Pasé el resto de mi cumpleaños número 32 esperando, atenta. Respiré todo el día sin novedades y no vi amenaza de dejar de hacerlo. Me miré en el espejo del baño para comprobar si seguía existiendo y ahí estaba yo, con la vida aún puesta.
La noche volvió a hacerse. Aposté alguna esperanza en esas últimas dos horas. Como una mujer despechada, lloré dos o tres lágrimas de fracaso y cerré mi puño para golpearlo en mis rodillas.
Cuando todo era desencanto, sonó el timbre. Me sequé las lágrimas con el dorso de la mano y con un secreto anhelo acomodé mi ropa y fui a atender. Era mi vecina, para pedirme unos saquitos de té. Cerré la puerta, vencida.
Después recordé. La muerte nunca toca la puerta.
viernes, 31 de mayo de 2013
Soñé
Soñé que me despedía. pero no diciendo adiós. Miraba las cosas sin tristeza, descubriendo redondeces, aristas y colores que antes no había visto. Soñé que entraba a una habitación por una puerta de madera oscura, lustrada, que se abría sin picaporte, empujando. Y adentro no había nada. Y hacía frío.
Soñé que me daba vuelta, porque alguien me tocaba la espalda y era un hombre. Parecido a vos. Y me nombraba en voz baja y me contaba algo que no llegaba a escuchar pero que me tranquilizaba. Soñé que me daba un abrazo, pero no un abrazo cualquiera. Uno donde yo perdía el cuerpo. Y recordé que vos me abrazabas así. Con la fuerza justa, con el calor exacto, con la barba crecida rozando mi cara. Sentí un perfume que no era el tuyo pero igual me gustó. Soñé que estaba desnuda y me miraba los pies. Y caminaba haciendo equilibrio en una línea imaginaria, sin mirar a los costados. Punta talón. Y llegaba al borde de algo, como una baldosa distinta, áspera, quebrada. Y me detenía. Soñé que no tenía fuerza en las piernas y que me gritaban que camine, que siga. Y no podía moverme. Y de vuelta la mano en la espalda. Soñé que tenía miedo. Que nadie sabía de mi ausencia y que nadie lo iba a notar. Pensé en mis hijos, los escuché preguntando por mí. Soñé que estaba tendida en una cama blanda, como la cama que nos cobijaba. Pero no estabas. Y yo miraba sin mirar hacia arriba, hacia una lámpara que como un sol rabioso me dejaba ciega. Soñé que me besaban la frente y la ví a mi mamá con una sonrisa. Y sentí aroma a manzanas y canela. El mismo que inundaba mi casa de chica. Soñé que no quería despertarme. Pero descubrí que tampoco podía. Desde ahí que vivo en ese sueño, que empieza siempre así: Soñé que me despedía.
miércoles, 2 de enero de 2013
Insomnio
Me elevo. Es agradable. Tanto como para verme en una bañadera llena de espuma. Creo que algo no está bien. Si hay alguien que soy yo ahí abajo, quién está acá arriba. Mierda.
Oh mierda.
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